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lunes, 26 de marzo de 2018

La casa junto al mar

Miradas que construyen puentes. La casa junto al mar es el recuerdo de una infancia, y de los primeros pasos de una juventud, es lo que se ha realizado y lo que no se realizó, e incluso se perdió en el trayecto de la vida, y es la confrontación con una muda necesaria, esa que se desprende de las costras del pasado o de lo que no fue, esa que extirpa la mirada colapsada en las propias frustraciones y heridas y se reinicia como si edificara un nuevo puente en su vida. Los puentes conectan, y posibilitan que el movimiento no se interrumpa. Un puente destaca sobre el pequeño pueblo costero en el que transcurre 'La casa junto al mar' (La villa, 2017), de Robert Guediguian. Un pueblo aislado que asemeja una pacífica Arcadia, y a la vez hace cuerpo de esos desajustes de los tres hermanos con el mundo o la realidad. Un pueblo que, por otro, lado no deja de representar esos sueños de transformación social que quedaron relegados a su condición de sueño, aspecto en el que coincide con el cine de Aki Kaurismaki. Ambos cineastas, que parecen haberse amurallado en su particular mirada irredenta, que se negó a encapsularse como la que parece dominar a esta sociedad tecnificada y virtual, nos recuerdan, desde los pueblos aislados que representan sus cines, y que parecen pertenecer a otro tiempo, que es necesario propulsar la mirada solidaria y empática, en vez de dejarse arrollar por el ensimismamiento o las amarguras.
En la secuencia inicial, el padre sufre un colapso. No se sabe en qué medida es consciente, o en qué grado siente. Sus ojos permanecen abiertos, pero no se sabe cómo mira. Es un cuerpo que aún puede resistir años, como ejemplifican en el hecho de Ariel Sharon durara en ese estado ocho años. Pero ¿Cuál es el estado de los tres hijos?¿Cómo miran?¿Cómo se forjó, o hirió, o deterioró, su mirada desde que dejaron ese paisaje que miraban en su infancia y primera juventud? Armand (Gerard Meylan) permaneció en el pueblo, como si así mantuviera, o regenerara, un modo de vida, la vida de su padre, como rige su mismo restaurante. ¿O no fue más que una justificación por sentirse incapaz de trazar su propia dirección? Angele (Ariane Ascaride) renegó de un lugar que representaba para ella una herida, una muerte. Un plano condensa su mirada, sus emociones, en forcejeo: Observa en un rincón un juguete y luego observa a su padre postrado en la cama. La falta de sonido en los planos que evocan aquel infausto accidente refleja ese grito mudo que aún mantiene amordazado. Angele quizá encontró un refugio en el escenario, una ilusión de movimiento y transformación a través de los personajes que interpretaba. O quizá fuera una mera fuga. Joseph (Jean Pierre Darrousin) se camufla en la máscara de su sarcasmo, de sus ácidas ocurrencias, pero no esconden sino lágrimas de desamparo, como las que evidencia junto a su padre. Acaba de ser despedido de una empresa en la que trabajó diez años, pero ante todo se siente despedido de la vida, aún más porque se abruma con la carga del paso del tiempo, los lastres de la edad, por eso su sarcasmo está teñido de frustración, lo que ha conseguido que se resienta su relación con una mujer veinte años más joven, Berangere (Anais Demoustier). Joseph expresa su amor pero a la vez expresa que ya no puede sentir el mismo entusiasmo, no siente deseos de bailar, sino de replegarse en su mustia amargura.
Como un espacio de tiempo en pausa, fuera del aturdimiento del ritmo cotidiano, los personajes se confrontan con su posición en el mismo tiempo, con respecto al pasado, que también irrumpe con la luminosidad del júbilo de la juventud que aún era impulso y celebración, posibilidad y movimiento, como reflejan las imágenes de una pretérita obra de Robert Guediguian, 'Ki lo sa?' (1986), que protagonizaron hace treinta años los actores que aquí interpretan a los tres hermanos. Pero también con respecto al futuro, para así enfocar su propio presente, quizá su condición encasquillada. Pueden ceder, y encogerse en su impotencia, y dejarse arrollar por los tiempos actuales, como los ancianos vecinos que desesperan porque les han triplicado el alquiler del piso, pero a la vez se niegan a que sea su hijo quien les mantenga. O pueden, en otras miradas, en otras vidas, encontrar direcciones, puentes, que les plantean la posibilidad de una reanimación. Angele encuentra en la mirada entusiasta de alguien veinte años más joven, Benjamin (Robinson Stevenin), como un espectador que la singularizara en el escenario de la vida, esa apertura de luz que corra el telón de resentimientos y heridas no cerradas con el que había taponado su vida. Las direcciones se reajustan para quienes no desean abandonarse a un escenario estanco en el que orbiten sobre sus lamentos. Por eso, la mirada hacia la precariedad e intemperie de quienes se encuentran perdidos en una tierra extraña, unos niños árabes, emigrantes que han llegado a la costa en una patera, posibilitará que esas miradas se abran y desplacen, de su apático y desorientado ombligo a una realidad en la que la intervención solidaria es el real signo de distinción y singularidad. La mirada que conecta. La mirada que construye.

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