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viernes, 15 de marzo de 2024

El clan de hierro

 

Durante la primera mitad de El clan de hierro (The iron claw, 2023), de Sean Durkin, puede sorprender el tratamiento expresivo, formal, de la narración, dado cómo eran predominantes en sus tres excelentes obras previas, Martha Marcy May Marlene (2011), la miniserie británica de cuatro capítulos Southcliffe (2013) y The nest (2020), las atmósferas inestables con sutiles trazos impresionistas o las narraciones quebradas. Pero se comprende cuando cambia de modo radical el modo narrativo en la segunda parte, cuando la ilusión, que no deja de ser enajenación, se fractura con la serie de pérdidas que afecta a la familia Von Erich. En los primeros pasajes se expone el propósito de un padre, Fritz (Hoyt McAllany), que no consiguió el triunfo anhelado cuando fue luchador. Proyecta en sus hijos la materialización de lo que él no consiguió realizar. Inocula en sus hijos la persecución del éxito como realización. Un proceso de enajenación que ejerce como complemento del que desentrañó en la actitud comercial de Rory (Jude Law) en el escenario de las inversiones y especulaciones financieras en The nest. En aquella la enajenación encontraba su correspondencia espacial en una mansión, que ejemplificaba esa actitud extendida durante décadas de vivir por encima de las reales posibilidades. La importancia de la imagen que se proyecta. Un modo de vida que se define por lo virtual, lo ilusorio. En otro, es una metáfora elemental, pero precisa, un cuadrilátero. Una enajenación que dispuso como consecuencia la muerte de tres de sus cuatro hijos. Este no es un relato de superación, para conseguir el triunfo, sino la disección de una desquiciada enajenación que no es particular sino reflejo de un modo o sistema de vida.

En 1975 Fritz poseía la compañía World class Championship wrestling. Su objetivo el Campeonato del mundo de los pesos pesados en lucha libre. Sea el hijo que sea (excepto el primero, muerto electrocutado con seis años), por eso no duda, en cierto momento, en reemplazar como aspirante a quien ya había ganado el campeonato de Texas, su segundo hijo, Kevin (Zac Efron), por el tercero, David (Harris Dickinson), como tiempo después, simplemente haciendo uso de una moneda, será el cuarto, Kerry (Jeremy Allan White), quien aspiraba a ser campeón de lanzamiento de disco, quien opte al título, e incluso lo gane. Pero si David fallece por una enteritis, probablemente consecuencia de los golpes, Kerry perderá un pie en un accidente, y tiempo después se suicidará, como también el quinto hijo, Mike, cuya pasión era la música, tras haber estado en coma durante una operación de un hombro. La obsesión del padre deja un reguero de cadáveres (en realidad, murió un cuarto hijo más, el sexto, quien también se suicidó, pero en la narración se prefirió no sobrecargar con más muertes). El título original, the iron claw/la garra de hierro alude a un golpe ganador que realizan con la mano actuando cual garra, emblema de su actitud competitiva inclemente (y por extensión de un sistema). La sangrante ironía es que la garra se volviera contra ellos.

La segunda mitad es de nuevo una admirable muestra del singular talento de este excelente cineasta. La narración, cada más elíptica y quebrada, se acompasa a la sucesión de desgracias y muertes. La narración varía cuando la circunstancia varía. Mientras la realidad parece ajustarse a un anhelo la narración se ajusta a un molde ortodoxo de narración. Cuando las fisuras comienzan a extenderse con cada muerte se perciben en la misma sintaxis narrativa ya que también se desmorona la concepción de un modo de relacionarse con la realidad, al evidenciarse la inconsecuencia e inconsistencia de un propósito, que no es sino enajenación, y que responde al de un modelo social fundamentado en la consecución del éxito, la aspiración a ser el número uno. Y que se sostiene sobre la instrumentalización, y por tanto cosificación, de quienes pueden materializar ese logro. En ese trayecto la guia es la modificación, por consciencia, del hijo que, durante ese proceso que utiliza al hijo que sea, se ha visto relegado a función secundaria repetidamente, Kevin, quien finalmente se enfrentará con el que ha gestado esa serie de muertes con la inoculación, cual virus, de su obcecada aspiración. Incluso, estará a punto de estrangularle. No es un trayecto narrativo de catarsis sino de desolación. Durkin vuelve, tras The nest, a una década fundamental, como fueron los ochenta, en la gestación de esta sociedad configurada con la mirada comercial competitiva para exponer su putrefacción consustancial.

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