La realidad asemeja un tablero en el que las piezas parecen distribuidas de forma azarosa. Quizá sientas que puedes controlarla, quizás pienses que puedes descifrarla, como esa conversación que se está grabando en la primera secuencia de La conversación (The conversation, 1974), de Francis Coppola, y con la que se obsesionará Harry Caul (Gene Hackman), un técnico de sonido en tareas de vigilancia, en San Francisco, alguien que trama y configura su vida sobre otra vigilancia, la de la intrusión de los otros en su vida, la reserva. Harry establece distancias, suspicaz ante cualquier interrogante o intromisión en su vida. Le molesta que una vecina le haya dejado dentro de su casa un regalo por su cumpleaños, porque le preocupa que alguien tenga acceso a su casa, que tenga otra llave, que pueda controlar su correspondencia, su espacio íntimo. Le molesta que Amy (Terry Garr), la chica con la que mantiene una relación, le haga tantas preguntas, le incómoda, y se revuelve receloso. A ella le molesta estar siempre tan pendiente de él, de cuándo aparece o no. Su relación se quiebra, porque los dos estiran la cuerda hacia su lado. Harry es como un monje, parece que vistiera un hábito, ese vestuario de traje y corbata con una gabardina, que parece traslucida; transpira severidad, rigidez, alguien que se ha retirado en su interior, en su soledad acorazada. Sus sentimientos a buen recaudo, sin querer implicarse en su trabajo, como si los sentimientos sólo interfirieran, sin hacerse preguntas, cual mero técnico que realiza trámites con la vida y el trabajo. Pero no se puede controlar la vida, ni eres el centro de la misma, no eres el único que tiene las llaves, eres una pieza más, y la realidad hará burla de tus presunciones.
En la primera secuencia, ese plano de la plaza, que realiza con teleobjetivo con acercamiento de zoom a los que transitan por la misma, resalta la figura de un mimo que imita a los transeúntes, hasta que el encuadre se centra en uno al que sigue remedando su gestos, Harry. Ya un anuncio de lo que será el curso o deriva de la narración, de lo que hará la realidad con el controlador vigilante. Quienes componían el encuadre de su vida, las piezas que lo mantenían estable, empiezan a disgregarse, a contrariarle. No sólo Amy, sino su asistente, Stan (John Cazale), quien tras discutir con él se une a un rival profesional de Harry, Bernie (Allen Garfield). La realidad comienza a ser territorio movedizo, incierto, amenazante. Harry empieza a mirar su rostro, a preguntarse sobre sí mismo, pero opta por mirar hacia afuera, como si las respuestas, o las soluciones que busca pudieran estar allá afuera. Harry llama (Caul fonéticamente se asemeja a call, ‘llamar’) pero la realidad no contesta, o hay interferencias, comienza a ser inteligible, y además surgen los fantasmas del pasado, aquellos que motivaron que se convirtiera en una especie de monje de clausura, clausurado para el mundo, sin implicarse con nada ni con nadie, cuando un trabajo de escucha con éxito propició, como consecuencia, la brutal muerte de un implicado y su familia. Es como si se hubiera roto la escotilla que había puesto en su vida. ¿Y si sucede de nuevo? ¿Y si esa pareja que escucha pueden ser asesinados por facilitar la conversación que ha grabado?
Por esa emulsión de emociones ( y, al ser católico, la culpabilidad, ese resorte que obstaculiza el discernimiento ) que ofuscan su hasta entonces robótica objetividad de técnico, su percepción se altera, ya que le conducen a la especulación, a la interpretación de los signos de la realidad, a la inferencia de lo que implica el murmullo de la conversación de la realidad, y se apodera de él un prurito de intervenir en y con la realidad (en vez de ser un mero registrador o espectador como hasta ahora). Y la interferencia tiene lugar (en su mirada, pero también la que su acción, de intervención, provoca, como perturbación, en otros). La narrativa progresivamente se va empapando de una atmósfera enrarecida, en la que los espacios gélidos, desacogedores, incrementan esa sensación de aislamiento, de hostilidad, de desencuentro, de realidad que no se habita, como si la realidad (los espacios de la empresa que le ha contratado) y el interior de Harry (los espacios vacíos del almacén donde trabajan) se fueran confundiendo, y la realidad mostrara sus siniestras entrañas. Las superficies esmeriladas, como aquella a través de la cual entrevé fugazmente el crimen, definen su mirada emborronada, desamparada. La capa traslucida de su gabardina es la de un caballero que intenta enfrentarse a un dragón, al de unas instancias de poder, el de las corporaciones que se rigen por una barbarie disimulada en maneras corteses, apariencias impolutas, pasillos y oficinas que no dejan de ser distancias escurridizas; no deja de ser curioso que Harrison Ford repitiera como oficial subalterno en Apocalipse now (1979), una sutil forma de asociar ambas instituciones, o la entraña siniestra de ambas. La realidad, ese tablero de piezas, frases, que la mirada, el entendimiento, intenta desentrañar y combinar en un cifrado coherente, se revela como una imprevista y escurridiza urdimbre en la que resulta difícil advertir una pauta, o un centro. Es un caos ante el que no es posible ejercer un control, porque la realidad no dejará de burlarse de esa obsesión o compulsión. Las apariencias son arenas movedizas, porque hay otros hilos que interfieren en los propios, y a veces los cortan. No advierte que lo que toca es lo que busca. Y la mirada, desamparada, se queda en ruinas.
Aunque, al estrenarse pocos meses antes de la dimisión de Nixon, se asociara el argumento, por el uso de las escuchas, con el caso Watergate, el rodaje ya había concluido, en concreto en febrero de 1973, antes de que adquiriera resonancia en los medios ese caso. El mismo Coppola se quedó sorprendido con el hecho de que los equipos de escucha que usa en la película fueran los mismos que usaba la Administración Nixon para espiar integrantes del partido Demócrata. De hecho, el guion había sido escrito incluso antes de que Nixon fuera elegido presidente en 1969. Sí fue influencia determinante Blow up (1966), de Michelangelo Antonioni, una fascinante obra en términos semióticos, aunque cuestionable en términos cinematográficos, lejos, a mi parecer, de la excelencia de las obras que había rodado previamente Antonioni esa década. Es una obra mucha más sugerente por su planteamiento que por su materialización cinematográfica. Carece de la extrañación, de la turbadora atmósfera, que sí se logra en La conversación con el admirable uso de la luz y el color, obra de Bill Butler, tras reemplazar a Haxkel Wexler ya iniciado el rodaje, por diferencias creativas con Coppola (aunque algunas escenas se rodarían de nuevo, se mantuvo la secuencia inicial en la plaza). David Shire compuso antes de que se iniciara el rodaje la banda sonora, en la que destaca, sobremanera, su memorable tema principal con el piano como único instrumento. El brillante uso del diseño de sonido fue obra de Walter Murch, también coeditor, al que Coppola dejó mano libre durante la elaboración del montaje ya que estaba imbuido en la preparación de El padrino II (1974). Robert Duvall, que no aparece acreditado, interviene en escasas secuencias, en el tramo final, aunque su papel es importante en la trama, una figura de poder, como la que también encarnará en Apocalipse now.
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