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lunes, 11 de marzo de 2024

Círculo de peligro

 

Los neblinosos grises que dominan Círculo de peligro (Circle of danger, 1951) son tan equívocos como la misma discreta apariencia de esta producción británica no estrenada en España. Una discreción que parece haberla postergado a la invisibilidad, dentro de la obra de Jacques Tourneur, al estar desprovista de rasgos de estilo llamativos. Con respecto a las tinieblas cinceladas de sus más reputadas obras fantásticas parece su reverso, tal es la claridad que domina sus imágenes. Una luminosidad que parece difuminar los contornos. Las sombras parecen ausentes, aunque más bien están veladas. Realizada entre dos de sus más enérgicas y exultantes obras, El halcón y la flecha (The flame and the arrow, 1950) y La mujer pirata (Anne of the indias, 1951), en las cuáles el color parecía borbotear como las intensas emociones en juego, puede chocar su aparente indolencia narrativa, ya que parece modularse con una enrarecida condición de vaguedad, como quien mira hacia otro lado mientras te está hablando. Trazada sobre el patrón de la trama de intriga, parece jugar a la contra, con una distancia que parece extirpar la tensión dramática, y asentar el extrañamiento. Si atendiéramos a la premisa argumental, diríamos que nos narran la investigación que realiza un norteamericano, Clay (Ray Milland), en tierras inglesas, de Londres a los páramos escoceses, pasando por Gales, intentando esclarecer las circunstancias de la muerte de su hermano en el último año de la segunda guerra mundial. Extrañas fueron porque no acaecieron en el campo de batalla, sino más bien lejos del mismo. Coley busca e interroga a todo compañero que encuentra de su Compañía, como quien interroga a una realidad cuyas piezas no encajan como debieran. Claro que, entremedias, la narración se desvía cuando da primacía a la relación con Elspeth (Patricia Roc), a quien, precisamente, también corteja el capitán al mando de aquel grupo, McArran (Hugh Sinclair).

El guionista es Philip McDonald, quien adapta, en este caso, su propia novela. Otras obras suyas, generalmente vinculadas al género de intriga, fueron adaptadas por otros, caso de la excelente A 23 pasos de Baker street (23 paces to Baker Street, 1956) o La última lista (The list of Adrian Messenger,John Huston, 1963). Estas son obras que transitan los tradicionales mimbres, o las superficies, del género de intriga. Pero si consideramos que la productora es Joan Harrison, quien había colaborado en los guiones de varias obras de Alfred Hitchcock entre 1939 y 1943, podríamos establecer la asociación con la mirada de éste haciendo mención al famoso McGuffin, en este caso el esclarecimiento de la investigación. Y derivar en la consideración de que a un cineasta como al otro les interesaban más los desvíos o las corrientes subterráneas del relato subvirtiendo tanto la noción de realidad como las apariencias del tradicional relato novelesco desde sus entrañas. Les diferencia, eso sí, el empleo del humor. En la obra de Hitchcock, aparte de para distender la narración, y mantener al espectador en la incertidumbre con los cambios de registro, su ironía incidía en la paradoja y el absurdo. En la de Tourneur parece que quiebra el centro de gravedad. Y es que no es una obra de superficies. Son los detalles ajenos, o periféricos, a la presunta narración principal los que realmente definen las sustanciosas corrientes ocultas bajo esos neblinosos grises. Porque de nieblas del conocimientos nos hablan. Niebla que puede estar en nuestra mirada, o quizás provenga de una realidad que no es fácil de discernir. Por uno u otro motivo, o ambos conjugados, no resulta fácil conseguir la justa mirada de conjunto, y se hace necesaria la contemplación de otras perspectivas, sin las cuáles la mirada que se interroga puede quedar atrapada en el indefinido, y ensimismado, blanco de los ojos. De nuevo, en el cine de Tourneur, la imagen revela su condición movediza, huidiza (como la realidad que se representa e indaga), a través de las diversas capas que uno va advirtiendo en sus esquinadas construcciones narrativas y visuales. La realidad no es fácil de aprehender cuando se interpela.

Por eso, la ironía subyacente es que esa distracción del camino de la investigación, la relación con Elspeth, que descentra aparentemente la narración, será la que centre al protagonista, en una transformación íntima en la que será crucial el saber ponerse en la piel de los otros, o tenerlo al menos en consideración. Como Dardo, en El halcón y la flecha, pasa de pensar que no depende de nadie ni nadie depende de él al compromiso solidario, o la capitán Providence en La mujer pirata que evoluciona de no mostrar su sufrimiento ni compasión al sacrificio que implica subordinar el despecho al acto integro (por un hombre que no la ama, e incluso ama a otra mujer). En suma, en ambos hay una toma de conciencia. En Clay, habría que matizar que es una toma de consciencia. Su trayecto de discernimiento tiene una falsa apariencia circular, porque implica más bien reinicio, el aprendizaje de cómo saber conducirse con y en la realidad. Las imágenes iniciales nos lo presentan participando en unas inmersiones para conseguir tugsteno; sus pesquisas son también una variante de una inmersión en profundidades, pero ¿con qué actitud o perspectiva? O, como se irá esclareciendo a lo largo de la narración, ¿Cuál es su motivación? Quizá no sea clara, como profundidades enturbiadas por emociones propias no resueltas. En esas primeras secuencias, ya en Londres, toma un taxi, y las finales conduciendo su propio coche, en el que su copiloto es Elspeth. En esa primera secuencia, Clay no se aclara con qué tipo de moneda, chelín o penique, tiene que darle al taxista (situación que se repetirá varias veces). Posteriormente, en su primera conversación con un funcionario, al que ha solicitado información, se muestra airado, por su renuente disposición priorizando la subordinación a las reglas, retractándose de inmediato (Tourneur realiza un cambio de eje cuando se vuelve para pedir perdón). Clay, en principio, parece alguien que demanda a la realidad una complaciente respuesta, como se hace palpable su extrañeza en un mundo que no entiende ni domina y que le suscita una reacción de perplejidad o exasperación.

En su relación con Elspeth se ejemplifica esa torpe conducta de moverse por un mundo que no controla, y con el que es negligente. Reincide en una misma mala costumbre, siempre llega tarde, o se olvida, entregado a su investigación, de la cita establecida, o la suspende. E incluso, en una de ellas, tiene la desafortunada idea (inconsciente) de llevar unas flores a las que Elspeth es alérgica. La realidad parece derivar en un sinuoso escenario abstracto, en el que los otros parecen convertirse en contrapuntos emblemáticos del tránsito de conocimiento de Clay, como las dedicaciones de algunos a los que interroga -un minero, un aduanero que dirige el tráfico de botes en unos esclusas. El protagonista excava en la realidad para llegar a la presunta profundidad que complazca su ansia de respuestas nítidas pero se encuentra con unos límites que lo obstaculizan, desvían, o lo sumen en las interrogaciones de otros desvíos. Y descubrirá que lo que ante todo debía esclarecer eran sus motivaciones, inspiradas en un sentimiento de culpa no reconocido (como si se sintiera, por negligencia educacional, al ser su responsable tras la pronta muerte de sus padres, responsable de esa muerte). Se evidencia progresivamente que era un trayecto con varias direcciones. El pasado obstaculiza el presente, y quien busca quizá se estaba desentrañando a sí mismo.

El más enigmático personaje es un profesor de danza, Sholto (Marius Goring), cuya escurridiza y burlona conducta es la que más perturba a Clay, alguien, al fin y al cabo, que no sabe aún dar los adecuados pasos de baile en la realidad. Esa incierta deriva narrativa culmina en un climax prodigioso donde el drama inadvertido cobra cuerpo. La ingravidez se trastoca en densidad. Tiene lugar en un páramo escocés, un espacio abierto donde se revelan imprevistos misterios ocultos, y que paradójicamente ponen en evidencia, como la citada luminosidad fotográfica, que no hay que fiarse de las apariencias, ni hacer nunca presuposiciones. Incluso, puede variarse la perspectiva sobre lo que creías conocer. La visión amplia no carece de recovecos. No hay profundidad como no hay perspectiva univoca. Y el juicio queda desarmado porque la realidad está hecha ante todo de grises. Quizá la presunta víctima era una amenaza. Un plano en el que conversan Clay y aquel que le revela lo que realmente ocurrió, precisamente Sholto, en que ambos rostros están enfrentados, de perfil, es la conspicua definición del sutil y esquivo arte de esta gran cineasta que sembraba de paradojas e interrogantes con su cine.

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