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lunes, 3 de abril de 2023

Millenium: los hombres que no amaban a las mujeres

 

Morgan Freeman usaba un metronómo para poder dormir, para infundirse algo de serenidad en un mundo afuera dominado por el caos, en la primera de las obras maestras de David Fincher, Seven (1995). Fincher parece que usa metrónomo para realizar sus prodigiosos montajes. Escasos son los cineastas en el panorama actual que module sus montajes de modo tan afinado. No es que no lo hiciera en sus primeras obras (sobre todo, en The game, modulando une extrañamiento que definía la personalidad de la obra), pero a partir de Zodiac (2007), sus montajes adquieren una sutileza de refinamiento sin parangón en el cine actual. Por elaborado que sea su diseño visual, es el montaje su principal recurso expresivo, como si ya dominara el tiempo, ese que captó ( y sobre lo que reflexionó) en su condición efímera, finita, escurridiza, en la portentosa El curioso caso de Benjamin Button (2007). Y Millenium: los hombres que no amaban a las mujeres (Millenium: the girl with the dragon tattoo, 2011) es otra pieza maestra tanto en su dominio del tempo narrativo como en su corrosiva radiografía de nuestra sociedad, con mordades conexiones con las previas Zodiac y La red social (2011).

También, como en la primera, es un periodista el protagonista, Mikael (formidable Daniel Craig), aunque aquí complementado con un fabuloso personaje, siniestra encarnación de lo sufriente y lo insumiso ante la degradación de los poderosos, Lisbeth (magnífica Mara Rooney), que insufla ( y salva de su derrotismo) vitalidad combativa a Mikael, periodista que, como es presentado en las secuencias iniciales, se ha enfrentado a los poderosos, a los dioses de hoy, los grandes empresarios, intentando desvelar su corrupción, pero ha salido derrotado por sus sibilinas artimañas. El periodista de Zodiac intentaba, hasta un punto obsesivo, dotar de rostro al caos, como si así este se pudiera conjugar. Una de las secuencias más soberbias de Zodiac transcurría en un sótano. Fincher dotaba a lo incierto, a lo impresivible, de un cariz de horror en estado puro: con el fuera de campo todo es posible, nada se domina ni controla: su contrapunto es la habitación del pánico (en la película homónima), el ilusorio espacio representativo del control. También en Millenium, cobra relevancia un sótano, de modo literal, pero también de modo alegórico: la podredumbre oculta bajo las fachadas, tras alguien con apariencia inocua (que puede llevar torturando y matando décadas), que a su pareja le parece demasiado convencional.


Da igual si es Suecia o Estados Unidos, si es la ensimismada figura de Zuckerberg en La red social que levanta un imperio sobre el despecho, si es el empresario de The game (el más afinado retrato del empresario/titiritero de hoy), o los diversos empresarios que aparecen en Millenium, sea aquel con el que ha perdido el juicio Mikael, acusado de inventarse información en las primeras secuencias, o la familia que luego investigan Mikael y Lisbeth, y en donde se destapa otro aspecto que cada vez supura en nuestros tiempos, la xenofobía (como ocurrió poco tiempo antes en Noruega un terrorífico acto de violencia por parte de un sólo joven, emblema de lo que llega a producir esta enajenadora sociedad). La indagación de una desaparición, la nieta del millonario Vanger (Christopher Plummer), no resuelta en cuarenta años, es el hilo que desenreda la violencia de unos brutales asesinatos a mujeres, durante las dos décadas posteriores a la segunda guerra mundial, entre 1947 y 1967, y que conecta con el nazismo (apunte de más que ácidas resonancias), no es más que la hipérbole de la trama abusiva a la que someten hoy a los ciudadanos peones las empresas o corporaciones (o cualquiera que detente una posición de poder, véase en la película, la figura tutora de quien decide el suministro de dinero del estado para Lisbeth, a la que viola impunemente). La continuación de aquellos crímenes, como si fuera una herencia, por su hijo, expone la xenofobia de nuestro tiempo, ya que sus víctimas son fundamentalmente inmigrantes, por tanto figuras irrelevantes, que fácilmente pueden desaparecer sin que nadie se preocupe, o pueda conseguir que se investigue. En un caso u otro, evidencia una arrogancia clasista y una naturaleza abyecta. Se inflige daño, aunque sea a la propia hija, a la que se viola, sin ningún remordimiento.
Lisbeth es la figura opuesta a Zuckerberg. Este representa al sistema, o la mentalidad de sistema, que usa posición de poder para complacer su orgullo y vanidad. El despecho es lo que posibilita que establezca los primeros pasos que asentará un imperio económico con una supuesta red socializadora, Facebook. Lisbeth es aquella que sufre abuso del sistema y que lo revienta con sus acciones subversivas mediante su dominio cibernético. Uno utiliza internet para su conveniencia, la otra para desmontar presunciones y posiciones de poder fundamentadas en la suficiencia. Uno quiere establecer el relato que prefiere (o poner en evidencia a otras personas, por despecho, como su primera ocurrencia de página web en la universidad), mientras que la otra pone en evidencia a quienes se camuflan bajo las apariencias convenientes, desentraña los sótanos de la realidad. De hecho, la actriz que interpreta a Lisbeth, Rooney Mara, es aquella que, en la primera secuencia de La red social, rompía con Zuckerberg, es decir, contrariaba su ego, como quien no da al botón de me gusta en facebook (la película termina con Zuckerberg dudando si dar al agregar amigo de la página de ella; nunca superó ese rechazo). Lisbeth es la que rechaza a los prepotentes y los deja en evidencia, como logra en la narración tanto con su tutor, el empresario con el que, en las primeras secuencias, había perdido Mikael el juicio, o el asesino en la familia que investigará (ya que salva a Mikael cuando está a punto de ser ejecutado por él). Pero su destino parece que son las sombras, ya que pese a lo que hace por Mikael, y la relación pasajera que establece con él, él vuelve con su redactora jefe. En la conclusión, que se desmarca de la de la novela, es una figura que, al darse cuenta de que ya es figura en segundo plano para Mikael, desaparece en las sombras de la distancia.

Fincher combina la inmersiva narrativa con un tratamiento de distancia de investigación periodística (como un implacable engranaje, que es un modélico ejercicio de precisión y condensación, análisis y síntesis), y la lacónica aspereza de los apuntes siniestros, de la sangre de las sombras (en especial, a través del personaje de Lisbeth y su relación con el tutor), sin recargar nunca la atmósfera (sin énfasis), sin perder el paso (nunca desorientando, nunca demorándose en lo accesorio), con una coreografía de montaje puramente musical, serial ( la asombrosa banda sonora de Trent Reznor y Atticus Ross y la sucesión de planos se conjugan como si fueran la misma piel), realiza otra aguda y corrosiva radiografía de la corrupción y enajenación de estos tiempos (o de los titiriteros depredadores de nuestra sociedad). Todavía hay espíritus combativos como Lisbeth, Mikael y Fincher que siguen resistiendo enfrentándose a los monstruos de hoy.

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