Morgan
Freeman usaba un metronómo para poder dormir, para infundirse algo
de serenidad en un mundo afuera dominado por el caos, en la primera
de las obras maestras de David Fincher, Seven
(1995).
Fincher parece que usa metrónomo para realizar sus prodigiosos
montajes. Escasos son los cineastas en el panorama actual que module
sus montajes de modo tan afinado. No es que no lo hiciera en sus
primeras obras (sobre todo, en The
game,
modulando une extrañamiento que definía la personalidad de la
obra), pero a partir de Zodiac
(2007), sus montajes adquieren una sutileza de refinamiento sin
parangón en el cine actual. Por elaborado que sea su diseño visual,
es el montaje su principal recurso expresivo, como si ya dominara el
tiempo, ese que captó ( y sobre lo que reflexionó) en su condición
efímera, finita, escurridiza, en la portentosa El
curioso caso de Benjamin Button (2007).
Y Millenium:
los hombres que no amaban a las mujeres
(Millenium: the girl with the dragon tattoo, 2011) es otra pieza
maestra tanto en su dominio del tempo narrativo como en su corrosiva
radiografía de nuestra sociedad, con mordades conexiones con las
previas Zodiac
y La
red social
(2011).
También,
como en la primera, es un periodista el protagonista, Mikael
(formidable Daniel Craig), aunque aquí complementado con un fabuloso
personaje, siniestra encarnación de lo sufriente y lo insumiso ante
la degradación de los poderosos, Lisbeth (magnífica Mara Rooney),
que insufla ( y salva de su derrotismo) vitalidad combativa a Mikael,
periodista que, como es presentado en las secuencias iniciales, se ha
enfrentado a los poderosos, a los dioses de hoy, los grandes
empresarios, intentando desvelar su corrupción, pero ha salido
derrotado por sus sibilinas artimañas. El periodista de Zodiac
intentaba, hasta un punto obsesivo, dotar de rostro al caos, como si
así este se pudiera conjugar. Una de las secuencias más soberbias
de Zodiac
transcurría en un sótano. Fincher dotaba a lo incierto, a lo
impresivible, de un cariz de horror en estado puro: con el fuera de
campo todo es posible, nada se domina ni controla: su contrapunto es
la habitación del pánico (en la película homónima), el ilusorio
espacio representativo del control. También en
Millenium,
cobra relevancia un sótano, de modo literal, pero también de modo
alegórico: la podredumbre oculta bajo las fachadas, tras alguien con
apariencia inocua (que puede llevar torturando y matando décadas),
que a su pareja le parece demasiado convencional.
Da
igual si es Suecia o Estados Unidos, si es la ensimismada figura de
Zuckerberg en La
red social
que levanta un imperio sobre el despecho, si es el empresario de The
game (el
más afinado retrato del empresario/titiritero de hoy), o los
diversos empresarios que aparecen en Millenium,
sea aquel con el que ha perdido el juicio Mikael, acusado de
inventarse información en las primeras secuencias, o la familia que
luego investigan Mikael y Lisbeth, y en donde se destapa otro aspecto
que cada vez supura en nuestros tiempos, la xenofobía (como ocurrió
poco tiempo antes en Noruega un terrorífico acto de violencia por
parte de un sólo joven, emblema de lo que llega a producir esta
enajenadora sociedad). La indagación de una desaparición, la nieta
del millonario Vanger (Christopher Plummer), no resuelta en cuarenta
años, es el hilo que desenreda la violencia de unos brutales
asesinatos a mujeres, durante las dos décadas posteriores a la
segunda guerra mundial, entre 1947 y 1967, y que conecta con el
nazismo (apunte de más que ácidas resonancias), no es más que la
hipérbole de la trama abusiva a la que someten hoy a los ciudadanos
peones
las
empresas o corporaciones (o cualquiera que detente una posición de
poder, véase en la película, la figura tutora de quien decide el
suministro de dinero del estado para Lisbeth, a la que viola
impunemente).
La continuación de aquellos crímenes, como si fuera una herencia,
por su hijo, expone la xenofobia de nuestro tiempo, ya que sus
víctimas son fundamentalmente inmigrantes, por tanto figuras
irrelevantes, que fácilmente pueden desaparecer sin que nadie se
preocupe, o pueda conseguir que se investigue. En un caso u otro,
evidencia una arrogancia clasista y una naturaleza abyecta. Se
inflige daño, aunque sea a la propia hija, a la que se viola, sin
ningún remordimiento.
Lisbeth
es la figura opuesta a Zuckerberg. Este representa al sistema, o la
mentalidad de sistema, que usa posición de poder para complacer su
orgullo y vanidad. El despecho es lo que posibilita que establezca
los primeros pasos que asentará un imperio económico con una
supuesta red socializadora, Facebook. Lisbeth es aquella que sufre
abuso del sistema y que lo revienta con sus acciones subversivas
mediante su dominio cibernético. Uno utiliza internet para su
conveniencia, la otra para desmontar presunciones y posiciones de
poder fundamentadas en la suficiencia. Uno quiere establecer el
relato que prefiere (o poner en evidencia a otras personas, por
despecho, como su primera ocurrencia de página web en la
universidad), mientras que la otra pone en evidencia a quienes se
camuflan bajo las apariencias convenientes, desentraña los sótanos
de la realidad. De hecho, la actriz que interpreta a Lisbeth, Rooney
Mara, es aquella que, en la primera secuencia de La red social,
rompía con Zuckerberg, es decir, contrariaba su ego, como quien no
da al botón de me gusta en facebook (la película termina con
Zuckerberg dudando si dar al agregar amigo de la página de ella;
nunca superó ese rechazo). Lisbeth es la que rechaza a los
prepotentes y los deja en evidencia, como logra en la narración
tanto con su tutor, el empresario con el que, en las primeras
secuencias, había perdido Mikael el juicio, o el asesino en la
familia que investigará (ya que salva a Mikael cuando está a punto
de ser ejecutado por él). Pero su destino parece que son las
sombras, ya que pese a lo que hace por Mikael, y la relación
pasajera que establece con él, él vuelve con su redactora jefe. En
la conclusión, que se desmarca de la de la novela, es una figura
que, al darse cuenta de que ya es figura en segundo plano para
Mikael, desaparece en las sombras de la distancia.
Fincher
combina la inmersiva narrativa con un tratamiento de distancia de
investigación periodística (como un implacable engranaje, que es un
modélico ejercicio de precisión y condensación, análisis y
síntesis), y la lacónica aspereza de los apuntes siniestros, de la
sangre de las sombras (en especial, a través del personaje de
Lisbeth y su relación con el tutor), sin recargar nunca la atmósfera
(sin énfasis), sin perder el paso (nunca desorientando, nunca
demorándose en lo accesorio), con una coreografía de montaje
puramente musical, serial
( la asombrosa banda sonora de Trent Reznor y Atticus Ross y la
sucesión de planos se conjugan como si fueran la misma piel),
realiza otra aguda y corrosiva radiografía de la corrupción y
enajenación de estos tiempos (o de los titiriteros depredadores de
nuestra sociedad). Todavía hay espíritus combativos como Lisbeth,
Mikael y Fincher que siguen resistiendo enfrentándose a los
monstruos de hoy.
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