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viernes, 17 de febrero de 2023

El demonio del mar

 

No es fácil encontrar el centro de gravedad, para que la navegación sea fluida, para que el bote encuentre el adecuado equilibrio que propicie que se vea favorecido por el viento, no sólo en el mar, sino en la vida. Sentimientos, reglas, modelos de vida, educación, experiencia (sea a través de la acción o del estudio). ¿Cómo se pueden conjugar o aunar? ¿Cómo conseguir el equilibrio, afinar el centro de gravedad? Quizá la actitud sea la que diferencie o distinga, esa que revela la apertura de mirada, de mirada que es puerto, y mar abierto a un mismo tiempo. En El demonio del mar (Down the sea in ships, 1949), de Henry Hathaway, con guion de John Lee Mahin y Sy Bartlett, según argumento de éste, el veterano capitán de un barco ballenero, Bering (Lionel Barrymore), tiene puestas sus esperanzas en que su nieto, Jed (Dean Stockwell), de doce años, apruebe el examen en la escuela para que pueda seguir siendo parte de su tripulación en el próximo largo viaje para la caza de ballenas, porque, al fin y al cabo, espera que sea futuro capitán de barco de The pride of Bedford (El orgullo de Bedford), siguiendo la herencia familiar ( el hijo de uno y padre del otro falleció en un naufragio). Su sendero en la vida puede ser otro en la vida si suspende.

Que todo es cuestión de actitud, aunque representen a modelos de vida distintos, se refleja en la que diferencia a su sobrino, el capitán Briggs (Paul Harvey) y al profesor de la escuela, Bush (Gene Lockhart). El primero insiste en que por su edad, setenta años, Bering piense ya en el retiro, y le insta a que tome de segundo oficial (como si fueran otro tipo de muletas, como las que ya usa) a Lunceford (Richard Widmark), alguien sin experiencia en navegación, que ha adquirido sus conocimientos en los libros, en el estudio. Brigs es incapaz de ver lo que siente su tío, o cómo se siente (ante todo ve el negocio, como buen empresario, armador). En cambio, Bush, que navegó una vez con Joy y que agradece que fuera lo suficientemente claro para decirle que lo suyo no era ser marino, comprende cuán importante es para él que su nieto apruebe, y convence a la profesora que puntúa de que no sea tan estricta, y sí flexible, para aprobarle, porque hay una educación de aún mayor relevancia que es la forja de carácter, y sabe que será lo que le aportará Bering. Delicado equilibrio, entre reglas y sentimientos. Las reglas no deben dejar de ser flexibles, tener visión amplia, de conjunto. Cierto, los sentimientos pueden ofuscar el discernimiento, pero también la estricta, y por tanto rígida observación de las reglas. En ese hielo, oculto en la niebla, es en el que se verá atrapado Bering.

Si algo define a Bering, haciendo honor a su barco, como si fuera emblema, es el orgullo. Cuando su nieto le hace alguna consulta, y no sabe la respuesta, prefiere no reconocerlo y sí consultar a escondidas una enciclopedia. Por eso, en principio, establecerá ese duelo con Lunceford, pese a que se aprovechará, por otra parte, de él, para utilizarle como profesor particular de Jed durante la singladura. Una de las palabras sobre las que le pregunta Jed, cuyo significado no entiende, es analizar. Lunceford y Bering en principio se dejan llevar por la visceralidad, por el orgullo, por cierto prejuicio en el que pesa lo que representa el otro. Pero, poco a poco, ambos sabrán analizar al otro, y comprenderse, e incluso admirarse mutuamente, más allá de sus diferencias. Esa niebla que nubla su discernimiento tiene su correspondencia en varias secuencias, las de la caza de la ballena, tanto en la primera, la diurna, como, sobre todo, en la nocturna, en la que esperan el retorno del bote en el que iba como remero Jed, así como en la final cuando sortean icebergs a la deriva. En la extraordinaria secuencia nocturna de espera, en la que los sentimientos y las emociones les arañan las entrañas como garfios, sobre todo a Bering, por cuanto pesan las reglas, el patrón de vida que ha marcado como patrón del barco, de algún modo revienta esa tensión entre Bering y Lunceford, que a la vez supondrá el primer eslabón de su aproximación. Bering no puede permitir que salgan otro bote en la noche, que ponga en peligro otras vidas, con lo cual subordina, para su sufrimiento, sus sentimientos, su impulso de salir a rescatar a su nieto. Quien lo hace, y decide internarse en la niebla, cometiendo por tanto una infracción al no informar a Bering, es Lunceford, aquel que empieza a entender cómo siente Bering más allá de esa implacable coraza que se ha creado (su fragilidad, porque al fin y al cabo su orgullo es como las muletas sobre las que se sostiene, pero no son sus piernas).

Quintaesencia del género de aventuras (marítimas), peripecia exterior e interior, trayecto de conocimiento y superación, se conjugan armoniosamente en una obra que deja respirar, y propulsa, y cómo, a los personajes: en el primer tramo abundan las largas secuencias dialogadas, como dialéctica que empieza a surcarse de interrogantes que complejizan, y hacen fluir, navegar, las perspectivas, los matices. La acción comienza a esclarecer las ofuscaciones, para lograr precisar un centro de gravedad para los personajes, ese que quiebre los hielos que atoraban el flujo de los sentimientos y el entendimiento, y libere de nieblas que ciegan. El orgullo es como el iceberg en el que encalla la nave en el lance final de este memorable viaje cinematográfico. También Jed deberá superar su iceberg interior para comprender el por qué de las decisiones de su abuelo, que en principio rechaza por la ofuscación de sus emociones.

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