Eddie Bunker era aquel convidado de piedra conocido como Mr Blue en Reservoir dogs (1992). Su presencia era un homenaje y a la vez cita o referencia de Quentin Tarantino. Bunker había sido atracador de bancos en los escasos momentos que disfrutó de libertad, entre una estancia en penitenciaria y otra, durante treinta años, hasta mediados de los 70, cuando por fin logró dar un volantazo a su vida, en lo que fue decisivo la buena recepción de sus primeros esfuerzos literarios. Porque no sólo es cuestión de voluntad, de tener objetivos claros, un propósito como horizonte, la dedicación a la escritura, sino de que acompañe la suerte. Su primera novela, No beast so fierce (No bestia tan fiera), publicada en 1973, llamó la atención del cineasta Ulu Grosbard. No porque quisiera rodarla sino por cuánto le había impresionado a Dustin Hoffman, al que conocía desde hacía una década. El actor había sido su asistente de dirección en 1964 en Broadway, cuando representaba The subject was roses , que en 1968 Grosbard adaptaría al cine en su opera prima, Una historia de tres extraños. Hoffman sería el protagonista de su segunda obra, ¿Quién es Harry Kellerman? (1971). Y lo sería de la tercera, cuando No beast so fierce se convirtiera en Libertad condicional (Straight time, 1978), la cual, en principio, iba a ser dirigida por Hoffman, pero los productores se alarmaron por el tiempo que dedicó el primer día de rodaje a un plano general de la institución penitenciaria, como si no lograra encontrar el ángulo adecuado, por lo que optaron por el reemplazo.
Bunker no quería reflejar en su obra su propia historia, sino una forma de representar una vida que rara vez había visto en el cine, fueran buenas o no las obras que mostraban la vida o actividad delictiva. Grosbard que tenía experiencia en su Bélgica natal como cortador de diamantes aplicó ese estilo a una narración de afilado realismo, sin necesidad de subrayados, en ocasiones como si asistiéramos a la gestación muda de una explosión. La obra comienza con una liberación y finaliza con una fuga que refleja cómo la primera tenía algo de espejismo. En la primera secuencia, Max (Dustin Hoffman) sale de la cárcel tras estar seis años recluidos. Bunker comentaba cómo en ciertas obras cuando un delincuente salía de la cárcel enseguida le esperaba otro proyecto, otro plan de robo. Lo que se espera es abandonar esa vida, esa cárcel tanto fuera como dentro, porque en parte arrastras en tu interior una tendencia que puede ser propulsada por una imprevista combinación de factores, como una bestia que se despertara (a la que alude el título original). El único deseo de Max es construir otra vida, una vida integrada, como la de tantos miles de ciudadanos que ejercen su rutina de trabajo y relaciones afectivas. Max espera encontrar un lugar donde dormir, un trabajo con el que comenzar a ganar unos dólares y disponer de la posibilidad de sentir ese nudo en el estómago que causa tener una primera cita con una chica que te gusta.
Pero, además de la voluntad, también cuenta el azar, y la injerencia de los otros, intencional o no. Y Max toma consciencia de que su nueva vida puede derrumbarse en cualquier instante, aunque sea por un equívoco, sobre todo si dependes de un agente de la provisional, Earl (M Emmet Walsh), demasiado preocupado por remarcar su posición, por dejar bien claro, aunque sea con una sonrisa de hiena, que él es quien marca las pautas, quien ejerce el control, quien dispone de tu vida. Dispones de dos opciones: una es bajar la testuz, morderte la lengua, y encajarlo aunque la bilis te corroa. Otra es escupir tu rabia, lo que desemboca en que te desvíes a la calle de no retorno de la delincuencia una vez más. Pero esa rabia, la fiebre de esa furia, no desaparece, no te desprendes de ella. Queda prendida en tí como una mecha que no deja de crisparte. Te ves abocado a una vida que no querías, y tu discernimiento se nubla, se tensa, lo que puede poner en peligro la efectividad de los trabajos y, por extensión, la vida de tus colaboradores. El tiempo es fundamental, el atraco es un trabajo a realizar en un tiempo medido. Todo tiene su duración. No puedes dejarte llevar por la intemperancia, ni obcecarte por querer más de lo que has conseguido.
Grosbard forja un diamante narrativo en el que modula con precisión las agitaciones que van apoderándose de Max, expuestas brillantemente en secuencias como la de su irrupción en un casa de prestamos para conseguir el subfusil que no le ha proporcionado el suministrador, como había prometido, para realizar el atraco previsto esa noche. Su respiración delata esa furia, la realidad no puede írsele de las manos, tiene que seguir disparando con su furia, como conseguir, durante el atraco a un banco, y luego a una joyería, el máximo de billetes o joyas aunque haya pasado el tiempo previsto, como si le superara su sentimiento de despecho, como si la vida le debiera lo que le ha usurpado, esa libertad que ha extraviado por no darle las oportunidades que él pedía. Su mirada comprende su error, su ofuscación, cuando se mira, arrodillado, con el amigo cuya mirada se extingue, cuya muerte ha propiciado por un atraco defectuosamente planificado y realizado. Como no es necesario el contraplano del amigo al que dispara, el amigo que le ha fallado, y traicionado (por irse con el coche antes de lo previsto), porque al fin y al cabo, se está disparando a sí mismo a través de él; dispara a su error, a su propia torpeza. Por eso no puede haber ya una fuga, porque primero debe fugarse de sí mismo para quizás poder ser aquel otro que deseaba ser si las condiciones hubieran sido de otro modo, más favorables. Porque a veces, es sólo cuestión de suerte.
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