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miércoles, 22 de febrero de 2023

La cabaña en el bosque

 

Resulta difícil encontrar hoy en día una producción estimulante en las coordenadas del género del terror. Aunque ¿ La cabaña en el bosque (Cabin in the Woods, 2012), de Drew Goddard, es una película de terror? Desde luego, si lo es, nada ortodoxa. En Bernie (2012), Richard Linklater combinaba de modo fascinante modos del documental y de ficción, o el documento y la ficcionalización. El auténtico fiscal que logró inculpar al real Bernie declaró que no le parecía apropiado el tratamiento de comedia cuando había un asesinato de por medio. Una ficción más ortodoxa pudiera haber optado por la opción dramático-siniestra con ribetes terroríficos. La cabaña del bosque también opta por el tratamiento desde la perspectiva del humor, el de la sátira, y la ironía, en su misma estructura narrativa (con el juego entre las dos líneas narrativas que se alternan). Su juego, en primera instancia, más que poner en cuestión las fronteras entre lo real y lo ficticio o lo imaginario, realiza una abrasiva demolición de las convenciones del género (sobre su configuración o diseño, y sobre las expectativas o gustos predominantes de los espectadores). Un efecto distanciador que, por un lado, se convierte en sutil y revelador juego especular sobre nuestra condición de criaturas de lenguaje, atrapados en cabinas (planos) de repertorios y convenciones. Opción que, por otro lado, no llega a cortocircuitar la tensión siniestra o terrorífica. De hecho, deriva, en el último tercio, en una excepcional recuperación de las genuinas raíces del terror que, a la vez, insufla aires renovadores o revitalizadores a la marchita inventiva de un género atascado entre formulas o variaciones que parecen extraviarse en indefinidos callejones de salida infestados de innumerables vueltas de tuerca y mareos de perdiz de las perspectivas del relato, de lo que es real o no lo es, de si la acción transcurre en la mente o no lo es, o sobre cuál es realmente el papel de los personajes dentro del relato, jugando con el escamoteo estratégico de información. La cabaña en el bosque, en cambio, no se pierde en su propia madeja, en las cabriolas formales y narrativas, su demolición es más subterránea.

Joss Whedon, como J.J Abrams, afianzó prestigio, convirtiéndose en un nombre de referencia en el género, con sus producciones televisivas o cinematográficas, que no se desvíaban mucho de las ortodoxias genéricas, sea su serie Buffy caza vampiros (1997-2003) o Serenity (2005) y Los vengadores (2012). Resulta mucho más sugerente el planteamiento que ha urdido con el director, Drew Godard, quien antes de realizar su opera prima, había sido guionista de capítulos de la citada serie Buffy o de su derivación Ángel, o con Abrams, en Alias o Perdidos, y en cine, de una de las propuestas más singulares de los últimos años, Cloverfield, 2008, de Matt Reeves. Tenemos por un lado los componentes más formularios de un slasher (esos que se han repetido durante tres décadas hasta la atrofia, vía nuevas versiones confesas, o inconfesas dada la escasa originalidad de unas obras atrapadas en la angosta cabaña de unos recurrentes patrones; como representa su sótano con las diversas opciones potenciales de amenaza): un grupo de jóvenes, sin especial relieve dramático o significante personalidad, y que se ajustan a unos rancios estereotipos o restrictivas etiquetas, que en la propia narración son calificados como <<el atleta>>, la <<guarrilla>>, <<el estudiante>>, <<la virgen>> y el <<gracioso>> (que parece una réplica del que ejercía ese rol en Scooby doo), en una específica y prototípica localización del género, en este caso una cabaña en el bosque; y una amenaza, generalmente en forma de psicópata o monstruo, que los irá eliminando uno a uno de modo expeditivo y brutal.

La singularidad de La cabaña en el bosque, la propuesta más sobresaliente del género en este siglo junto a It follows (2014), de David Robert Mitchell, proviene de la interacción de esta configuración convencional con la otra línea narrativa (como si se desentrañara su propia condición de lenguaje): sus acciones son controladas, e incluso conducidas o manipuladas, como si fueran los artífices de una puesta en escena (película), por los operarios de una enigmática organización que, a través de monitores, siguen sus evoluciones, a la par que influyen en el devenir de los hechos o del desarrollo narrativo (propician que los chicos se fijen en la puerta del sótano para que puedan descender al escenario de la posibilidades; inoculan sustancias para condicionar las reacciones o hacer que varíen en sus decisiones), y permiten escaso resquicio al azar o a lo imprevisto, anomalía, cuando acontezca, que se convertirá, en este caso, en una significativa fisura; no deja de ser mordaz que sea el personaje más habituado a consumir sustancias alucinógenas quien les desajuste el planificado guión. Precisamente éste, cuando empieza a sospechar que los vigilan o controlan, los califica como los marionetistas (denominación que alcanza otras resonancias, en relación a las teorías conspiratorias sobre nuestra realidad manipulada y controlada en un sentido más amplio).También esos operarios se convierten en representación, incluso, del espectador medio: su deseo de que fuera un monstruo y no otro el elegido; las apuestas que se realizan al respecto; la frustración cuando el curso de la situación sexual no deriva hacia la fase que esperan, o anhelan. Hay una secuencia que funde muy bien ambos espacios y apunta sutilmente a nuestra relación especular con la realidad (la proyección de fantasías; los límites de la manipulación de las mismas): uno de los chicos se percata de que el cristal a través del cual ve la habitación de al lado es un espejo de una sola dirección, lo que le sitúa en la posición de elegir si no comunica a la chica que él la puede ver (por ejemplo, desnudándose, lo que tienta su fantasía o deseo, ya que le gusta) o sí tiene el detalle de revelárselo; tras que haya tomado la decisión, sobre esa posibilidad de influir en los acontecimiento de un modo u otro, se establece una transición a la imagen de las cámaras secretas a través de las que se les vigila ( y en donde no tienen dudas o dilemas sobre si influir o no). Un juego de capas, planos o niveles, de lo visible o invisible, con el que jugará en su siguiente obra, Malos tiempos en el Royale (2018), en la que disponen también de relevancia los espejos que en una dirección son observatorio. La realidad no es lo que parece, como camufla arteras manipulaciones y vigilancias.

Todo lo que les ocurre a los jóvenes cuando sufren la amenaza mortal se corresponde a las convenciones hipertransitadas (con el añadido escénico de algún detalle singular como la cortina invisible de acero, cual cerco escénico: la realidad compartimentada), aunque sin cargar nunca demasiado en los aspectos visuales más gores. No deja de ser irónico que los que aciertan, en su apuesta sobre quiénes representarán la amenaza, sean los de mantenimiento, los que son considerados como menos imaginativos. Su opción es la de una mezcla entre zombies y las familias de Las colinas tienen ojos y La matanza de Texas, con una especie de Leatherface que en vez de sierra mecánica usa un cepo gigante. Uno de los personajes protesta por el resultado, porque todavía no ha logrado ver a una de las criaturas más raras (quizá se pueda intuir cuál será su destino en el climax en el que lo real desborda toda presunción manipuladora o configuradora de la realidad). El gusto de los de mantenimiento representa el gusto estándar de los espectadores del género, atrapado como una aguja en un disco rayado. En la película, antes de que lo formulario logre atascar el desarrollo narrativo acontece el sorprendente giro narrativo que deriva el relato hacia los senderos, o abismos, lovecraftianos, que hacen posible, y factible, lo raro e inusitado, con una magnífica secuencia subterránea entre cubos o planos potenciales, y un festín final en el que lo siniestro, el caos, se rebela y derroca no sólo al encorsetado dominio de las fórmulas de laboratorio que han sumido al género en un sintético adocenamiento, sino que abre una fisura en cualquier presunción de certeza o firmeza sobre los cimientos de eso que denominamos realidad. Y es que no vemos lo que no queremos ver. Quizás haya que alucinar para lograr ver.

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