Kelly (Gig Young) es un policía que quiere dejar de serlo, que quiere abandonar todo, incluso a su esposa, Kathy (Paul Raymond), por una cantante, Sally (Mala Powers), aunque aún la duda le corroe en principio cuando pasea su gesto cansado por los camerinos del night club. El bullicio y el júbilo circundante contrasta con su semblante ensombrecido como un telón que cae. Kelly ha perdido el estímulo vital, como si ya no viera, escuchara o sintiera nada. Incluso no se muestra remiso a cierta corrupción, como las tentaciones, propuestas, que le plantea ese cacique encubierto de la ciudad que es el abogado Biddell (Edward Arnold). Kelly parece decidido a cambiar por completo de vida, a dejar atrás un uniforme que a la vez representa una tradición familiar. A dejar una ciudad, a cambiar de relación sentimental, como si se cambiara de muda vital. Quiere dejar de sentirse un mecanismo con forma humana. Gregg (Wally Cassel) fue un actor que ahora trabaja como robot mecánico ataviado con chaqué y chistera en el escaparate del night club. Gregg es como el reflejo de Kelly. Ambos se sienten robots, ambos sueñan con paradisiacos lugares fuera del mundanal ruido, liberados del escaparate de vida que les asfixia. Ambos sueñan con la misma mujer, Sally. Como si fuera el último resquicio de magia posible en sus vidas.
Hayes (William Talman) fue un mago que sustituyó en su chistera el conejo por una pistola. Se convirtió en sicario, en delincuente sin escrúpulos. Lo fue de Biddell, pero ahora para éste resulta molesto, por sus ambiciones, y por eso requiere de Kelly para que lo meta bajo la alfombrilla (que lo lleve a otro estado donde se le requiere por un delito). Chisteras, magia, pistolas, desilusión. También transita por esta narración, entre sombras y reflejos, una figura ambigua, el sargento Joe (Chill Wills), que acompaña de patrulla a Kelly, en sustitución del compañero previsto, la noche en la que transcurre la acción de La ciudad que nunca duerme (The city that never sleeps, 1953), de John H Auer, con guion de Steve Fisher. Su presentación posee la condición de aparición (en profundidad de campo o segundo término del encuadre, con acompañamiento de música ominosa), como si fuera, corporeizara, el aliento de confianza e ilusión perdidas en Kelly. Otra de las singularidades que propulsan la extrañeza, y que surcan este sugerente film noir que linda con la abstracción, ya desde su primera secuencia, pues la voz en off que introduce la narración es la voz de la misma ciudad, que nos presenta a los principales personajes.
La narración resulta también cautivadora en su concreción, en cómo orquesta la tensión de sus set pieces, como aquella en la que Hayes se introduce en un edificio para robar una caja de fuerte, que tiene que abrir con el tiempo contado ya que Kelly y Joe registran el edificio desde el último piso, el catorce, y él está en el séptimo. O todos los pasajes finales, tanto en la calle del night club, cuando Gregg se mantiene en el escaparate con sus ademanes de robot, pese a que pende la amenaza de que Hayes le mate ya que ha sido testigo de su último asesinato, mientras a la vez Sally le declara su amor. O la magnífica persecución final, entre callejones oscuros, carentes de presencia humana, que culmina en las vías del tren, con un cuerpo electrocutado. La noche que nunca duerme se convierte en un peculiar y estimulante trayecto de recuperación de la confianza, el enfrentamiento con la sombra, con la decepción o perdida de magia, de ilusión. Una mirada vuelve a enfocarse, a reencontrarse con las vías de las que empezaba a desviarse porque ya no creía que fuera posible sacar nada de la chistera.
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