Hay películas que no parecen de ayer
sino de un mañana necesario. En Charles, vivo o muerto
(Charles, mort ou vif, 1969), opera prima de Alain Tanner, Charles
(Francois Simon), dueño de una compañía relojera, habla a las
cámaras de televisión o al espejo, según esté muerto o
vivo, aunque le cueste definirse. Porque si su abuelo era un
relojero, su padre un hombre de negocios y un relojero, y su hijo un
hombre de negocios él es algo que no quería ser, y por eso le
cuesta definirse, porque su vida ha sido definida por otros, como
quien se ajusta a unas pautas o un guion preestablecido. Cuando
tenía veinte años, como acaba reconociendo ante las cámaras,
cuando ya habla ante ellas como si fuera ante el espejo de su
soledad, no sabía lo que le gustaba pero sí lo que no le gustaba,
ese mundo definido, ese mundo que le imponía su padre, ese mundo en
el que sentía que no respiraba porque las relaciones humanas le
parecían dominadas por el dinero, el conformismo, las convenciones y
los prejuicios. Pero no supo enfrentarse a sus circunstancias, a la
voluntad de su padre, aceptó su lugar en el mundo, en la cumbre
heredada. Pensó que quizá desde esa posición algo se podría
realizar para conseguir algunas transformaciones en el mundo. Pero se
convirtió en un hombre muerto, en un hombre preocupado por su
sustento, con su vida diagramada, como usaba unas gafas que realmente
no necesitaba.
Su vida era un escenario, ya bien
definido en los primeros planos: Francois ocupa el espacio vacío del
encuadre; parece que un trabajador está dedicándole unas palabras
de homenaje, pero la naturalidad de la circunstancia queda en
evidencia cuando la cámara retrocede y muestra cómo lo está
leyendo ante las cámaras de quienes realizan el documental. Su
soledad, sus frases ante el espejo, es su camerino, aquello que
permanece mudo, porque su vida es presentar una imagen conveniente
que procure beneficios. Hasta que el espejo de soledad empieza a
temblar con voz cada vez más resonante, y Francois decide despertar,
rebelarse, decir lo inconveniente, y desaparecer, en los márgenes,
entre las sábanas de la cama de una habitación de hotel de la que
ya no desea levantarse. Despierta, negándose a ser un engranaje, a
ser una función en un sistema, para postrarse. Se desconecta de esa
inercial vida ritualizada que le había enajenado. Rompe con una vida
organizada, estructurada, que le asfixia, como el marinero de En
la ciudad blanca (1983) que trabaja entre maquinas en un barco, y
decide ir a la deriva entre las calles de Lisboa con su cámara de
vídeo como si su mirada despertara y empezara a observar con
detenimiento, dotando de singularidad todo aquello que compone,
genera, los encuadres de la vida, como si no la hubiera mirado hasta
entonces. Y el tiempo es fluir, el cuerpo de una mujer que es olas
del mar y cortinas meciéndose por el viento. El tiempo se despliega
y estira, no es producción.
No son los únicos personajes en el
cine de Alain Tanner que deciden buscar otra dirección, de modo
premeditado o de modo impulsivo, que optan por otro planteamiento de
vida o que rompen con una dinámica de vida, desmarcándose del
tráfico impuesto, cuestionando los instituidos códigos de
circulación por la vida, como el que encarna Trevor Howard en A
años luz (1981) decidido a volar como los pájaros, o las chicas
de Messidor (1979) convertidas en prófugas. La libertad tiene
también sus abismos, sus trampas, sus callejones sin salida. La
negación tiene que convertirse en construcción, en opción, sino se
aboca a la deriva, a la colisión o al extravío ¿Es factible
sembrar una alternativa forma de vida, materializarla y hacerla
duración, una actitud que supere el mero gesto disidente y se
arraigue? Charles parece encontrar esa opción en Paul (Marcel Roberts) y Adeline (Marie Claire Dufour), una pareja, cual
bohemios anarquistas rurales, que vive en una granja, separados del
mundanal ruido, y que no parecen necesitar lo que se supone que hay
que necesitar (¿por qué no arrojar el coche por un terraplén, para
qué sirve algo que parece más bien el emblema de nuestra
degradación, si, como apunta Francois, propicia la obesidad por la
postura que hay que llevar al volante, es semillero de muertes por
los recurrentes accidentes, no propicia el intercambio comunicativo,
a no ser la grosería, incentiva el aislamiento, la fragmentación
social, cada uno en su cajita o cápsula, y por añadidura las
empresas de petroleo y fabricantes de aceite y chapa han conseguido
que se gasten fortunas en la construcción de carreteras y además
envenenan el mundo, y encima todavía las personas piensan que eso es
la felicidad?).
Paul es alguien que
siempre tiene alguna cita para desplegar, como la de Walter Benjamin,
La esperanza se puede encontrar en aquel que no espera nada.
Eso implica habitar la duración del momento, no preocuparse de
inversiones ni de beneficios ni de qué coche posees. Y habitar la
duración del momento no es fácil, hay sombras que pueden pesar,
sean las de un pasado que se desperdició en callejones sin salida, o
un futuro que asemeja a la intemperie de un territorio desconocido
que parece difícil forjar y hacer habitable, y entumecerse es una
tentación, el dulce olvido, la mera fuga que se dispara sin
dirección definida. Tanner no dejó de preguntarse sobre esas
direcciones, y cómo hacerlas duraderas, cómo el impulso convertirlo
en constancia. Quizá, en primer lugar, era necesario saber viajar en
el centro, en el corazón, en las emociones, donde quema. Porque con
ellas nos desplazamos en el tiempo, en la duración del momento, algo
de lo que no nos percatamos, o no nos perturba, cuando nos dejamos
llevar por la inercia del engranaje del que somos parte. Salirse del
engranaje puede no resultar fácil, aunque aún más encontrar el
lugar propio, la forma de habitar propia, fuera del engranaje, en
primer lugar porque quizá consideren que sufres algún tipo de
trastorno (una avería en el engranaje), pero quién sabe, quizás no
a la primera, pero si se insiste se podrá comprobar que quien ríe
último ríe mejor. Y Charles no dejará de intentarlo tras por fin
cruzar el espejo y salir al mundo real, porque sabe que no hay tal
cosa como el destino, sino actuar de acuerdo a cómo te sientes, y si
te sientes desgraciado resulta necesario la modificación de tu modo
de (relacionarte con la) vida.
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