¿Quién es ese hombre del pegamento que se dedica a embadurnar con tal sustancia los cabellos de las mujeres de este pequeño pueblo de Kent, colindante con Canterbury? Sin duda, un misterio, aunque los hay mayores, e imprevisibles. Un misterio, por otra parte, que quizá no esté relacionado con un maldición, con algo siniestro, sino quizá con una bendición, como contrapunto de una pérdida de ilusión. El sucinto prologo de esta deliciosa fábula (a la vez que coyuntural vitamínico impulso en tiempos de guerra), Un cuento de Canterbury (A Canterbur tale, 1944), de Michael Powell y Emeric Pressburger, nos sitúa, en la introducción, en los tiempos de Chaucer, en el siglo XIV, cuando escribió Los cuentos de Canterbury. El vuelo de un ave sirve de transición a nuestros días con el vuelo de un avión de combate. Las risas de antaño, de aquellos peregrinos en busca de una bendición en Canterbury, ahora están envueltas por las sombras de un conflicto bélico, expuesto con sabiduría cinematográfica en la secuencia que nos presenta a los tres jóvenes que llegan en tren, en plena noche, a Salisbury y que no saben que son peregrinos. No se disciernen sus rostros, siempre en sombras, por la carencia de luz en el andén y aledaños, en el que, por añadidura, tiene lugar el ataque de ese hombre del pegamento, una figura confundida con las propias sombras que embadurna con pegamento el cabello de Alison (Sheila Sim).
Aunque las sombras siempre pendan, no sólo en el presente, sino en el futuro incierto de los jóvenes y en su pasado, el tono de la obra es cálidamente radiante, como si viviéramos en un universo paralelo, en otro tiempo y lugar que tiene algo de Arcadia o Brigadoon. Dos de los jóvenes son soldados, uno británico, Gibbs (Dennis Price), que pronto tendrá que ir al frente de combate, y cuyo sueño siempre ha sido ser organista en una iglesia; parece haber abandonado sus ilusiones, conformado con ser organista de un cine y sin mayores aspiraciones que tener un piso donde vivir. El otro, estadounidense, Johnson (Peter Sweet), llega accidentalmente, porque se ha equivocado de estación (es vivazmente hilarante su diálogo con el revisor discutiendo si avisó con antelación o si lo hizo cuando el tren se ponía en marcha, para finalmente darse cuenta de que no indicaba cuál era la estación sino que anunciaba la siguiente, aquella en la que él quería bajarse); su preocupación la vive aparentemente con desapego: hace siete semanas que no ha recibido carta de su novia; ha especulado sobre las posibles causas pero ya lo toma como algo irremediable: el fin de una ilusión. Alison ya conocía el lugar, y viene a trabajar en el campo; tiempo atrás vivió unos momentos mágicos en su relación con su prometido, en una caravana ( ahora cubierta de polvo en un garaje de Canterbury, como sus ilusiones también lo están, cubiertas de polvo tras la notificación de la muerte en combate de su novio). Cada uno de ellos parece haber perdido ilusión, como sombras errantes que no saben que son peregrinos que anhelan volver a sentir la luz. Su alianza, en las pesquisas detectivescas para descubrir quién puede ser el hombre del pegamento, ejerce de pegamento vital para su propia recuperación de la luz de la ilusión.
Ese misterio del hombre de pegamento que ha embadurnado ya a casi una docena de chicas les alía e incentiva en esa villa en la que no tienen periódico porque ya tienen un bar, un lugar en el que Sweet puede conversar con un maderero sobre cuándo es la mejor época del año para talar cada árbol (la sintonía se puede crear con cualquiera sea donde sea; la puedes encontrar a cientos de kilómetros del lugar donde creciste en un entorno diferente). Un lugar en el que destaca, sobremanera, una tan enigmática como cautivadora figura, Colpeper (Eric Portman), el magistrado de la localidad, y bastión de la transmisión de conocimientos (su ironía cuando le señala a Sweet en su primer encuentro que, en vez de indagar sobre qué puede conocer en y sobre la zona y su historia, lo primero que ha preguntado es si hay algún cine; viene a un lugar que no conoce para meterse en un cine; en otra posterior secuencia comenta, con pesar, cómo le cuesta encontrar la receptividad para su anhelo de proveer de conocimientos). Powell y Pressburger modulan con armoniosa fluidez un relato que integra a los personajes en el tiempo y en su entorno ( esa bella secuencia en los campos, en la que conversan Colpeper y Alison entre las altas hierbas), que se va embadurnando sutilmente de una patina fantástica (la apertura a lo posible: ese momento en el que Alison cree oír, en el campo, sonidos de caballos, personas y algún laúd, como si escuchara sonidos de tiempos pretéritos), y que culmina en las magníficas secuencias finales en Canterbury en la que los tres personajes se encuentran con inesperadas bendiciones, o lo que es lo mismo, con felices giros imprevistos que apuntalan la convicción de que la ilusión no debe desfallecer como impulso de acción aunque las sombras pendan amenazadoras, las apariencias de realidad estén dominadas por los más tenebrosos indicios o la resignación se acomode como mullido conformismo. De la misma manera que hay que excavar en las personas como se hace en los caminos, lo que parece puede no ser, y no necesariamente debemos abocarnos a no ser o no realizar lo que realmente aspiramos a ser o realizar. En cierto momento Colpeper dice que hay dos tipos de hombres lo que estudian a Bach y Haendel y se acostumbran, resignan o conforman, a interpretar música de menor calibre y los que empiezan dando pequeños pasos y un día alcanzan la cima del Everest.
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