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lunes, 17 de octubre de 2022

Voces distantes

 

En el inicio de Voces distantes (Distant voices, still lives, 1988). La cámara nos situa ante la fachada de un hogar en Liverpool, en cuya puerta aparece la madre, Nell (Freda Dowie), a quién va amorosamente dedicada o cantada la película. Al mismo tiempo, las canciones comienzan a apropiarse de la banda sonora como contrapunto de impulso vital a las heridas del tiempo y de las relaciones. El siguiente plano nos sitúa en su interior, en el vestíbulo, ante la escalera que conduce al primer piso, mientras la madre llama a sus hijos para que vengan a desayunar, pero no les vemos bajar, sino que oímos sus voces en off, y ya adultos, lo que nos ubica ya en las entrañas de la presencia del paso del tiempo, con la sensación fantasmal y fugitiva del discurrir de la vida. La cámara realiza un giro de 180 grados, y encuadra la puerta, y la memoria comienza a tejer su puesta en movimiento. La recuperación del pasado se efectúa con un encadenado, sin variar el plano, en el que, ahora, a través de la puerta abierta, vemos llegar un coche fúnebre. En primer lugar, la muerte. En concreto, de la figura de quien domina, con su influjo violento y dictatorial, la vida de sus hijos y su esposa, el padre, Tommy (Pete Postelthwaite). Y, en otro encadenado, pasamos de esa imagen del coche fúnebre a la de la madre y los tres hijos posando para una fotografía, relacionada con la boda de la hija mayor, Eileen (Angela Walsh), la única que explicita que echa de menos a su padre. La cámara realizará varios movimientos a los rostros de los otros dos hijos, Maisie (Lorraine Washbourne) y Tony (Dean Williams), para ofrecer breves pinceladas de ese influjo agresivo en cada uno de ellos. Es como si un álbum de fotografía se animara, o revelara tras el posado (para un momento feliz) las heridas sufridas, las cicatrices emocionales que se disimulan. Maisie está fregando el suelo del sótano para conseguir dinero para un baile, aparecen los pies de su padre, que le tira las monedas, y después la golpea con una escoba por su supuesto comportamiento reprobable. El hijo, desde el exterior, rompe los cristales de la ventana del salón de la casa mientras conmina a su padre a que salga para pelear, insultándole con rabia; el siguiente plano nos muestra al hijo de pies en el salón, invitando, conciliador, a beber, a su padre, que está sentado, dándole la espalda; el hijo saca unas monedas y las lanza al fuego. La conciliación no es duradera, se quiebra con un sucinto gesto, una violencia sin sentido. Como en un momento posterior, durante una celebración navideña, vemos desde fuera, cómo el padre decora el árbol de navidad en la sala, y luego mira con amor a sus hijos dormidos deseándoles las buenas noches, para, a la mañana siguiente, tirar abajo el mantel con las viandas y gritar a su esposa que lo recoja.

Las evocaciones se pautarán en la narración, musicalmente, como asociaciones, huellas que se han ido sedimentando en la emoción de la memoria. La relación no es de continuidad temporal sino de índole emocional, con lo cual los tiempos se combinan y entreveran. Memoria ajena a la amargura, a la inmovilidad del remordimiento o la frustración, aunque parezcan atrapados por esa dolorosa huella, y que, realmente, se constituye en canto, en dedicatoria amorosa y solidaria con unos seres desvalidos y dolientes, marcados por los accidentes y la crueldad de la vida, por el estatismo de la misma, cubriendo los tramites de cada paso (de hija a esposa y madre) en lo que parece un teatro en el que vas pasando de un escenario a otro, según el papel que te toque, y en la que parece que sólo quedan los rituales de celebración, entre canciones y cervezas, en cualquier reunión, familiar o de amigos, por un acontecimiento (llámese boda o fecha señalada), en el que los personajes parecen transcenderse a si mismos con el provisional aliento de la ilusión, la embriaguez y la emoción entregada. Si la primera parte de la narración está marcada por el influjo violento del padre, la segunda, Still lives (Vidas tranquilas), se centra en la vida marital de las dos hijas, y la boda del hijo pequeño. Se inicia con celebración y concluye con otra. Y las mujeres continúan enfrentándose a unos hombres que remarcan su posición, aunque sin la agresividad del padre, en particular cuando Eileen cuestiona, indignada el carácter impositivo del marido de una de sus amigas, Jingles. Los hombres desenfundan su condición solidaria masculina en vez de ser críticos con él. Los roles siguen siendo como celdas.

Los accidentes son otros acontecimientos, aunque en el sentido negativo. En una de las más bellas secuencias, la cámara asciende por la fachada de un cine, en el que proyectan La colina del adiós (1955), de Henry King. En el interior, la cámara se desplaza hacia los rostros de las dos hermanas que lloran emocionadas. Un plano cenital muestra cómo dos hombres atraviesan una cristalera desvaneciéndose sus figuras en la oscuridad. Otro plano muestra cómo Maisie sale corriendo de su casa. La cámara encuadra una ventana y se desplaza hacia Maisie que atiende llorosa a su marido yacente, vendado, en un cama. La cámara vuelve a desplazarse a la ventana para de nuevo retornar y en este caso encuadrar a la novia de Tony, Eileen y su marido, y la madre, que lloran ante Tony también yacente. No es por otro motivo que la película comience con una imagen de la fachada, apariencia de refugio, y termine con los personajes desapareciendo en la oscuridad. Esta puede engullirles en cualquier momento. La violencia de los humanos o los imprevistos accidentes pueden quebrar las rutinas de la vida y truncar los instantes jubilosos de las celebraciones. Pero como en Ford, Tarkovski o Malick, la mirada de Davies es luminosa, un canto amoroso, un tan desgarrado como celebrativo grito de vida.

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