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viernes, 7 de octubre de 2022

La red social

 

Matt Zuckerberg (Jesse Eisenberg), fundador de Facebook, y protagonista de la implacable e impecable La red social (The social network, 2010), de David Fincher, es como un Scrooge dickensiano de la era moderna. A él no le visitan los fantasmas del pasado, presente y futuro, sino, en alambicado y brillante armazón estructural que alterna tiempos, los damnificados de su depredación, en forma de demandantes, aquellos a los que robó la idea, los hermanos Winklevoss (Armie Hammer) y Narendra (Max Minghella), y el socio cofundador, Eduardo (Andrew Garfield), al que, en su proceso de afianzamiento empresarial, marginó o más bien casi eliminó de la ecuación (aquel que había posibilitado la financiación en sus primeros pasos empresariales era arrojado al arcén de los mínimos porcentajes que por centésimas se aproximan al cero). Zuckerberg representa el germen joven de lo que se convertiría el Nicholas Van Orton (Michael Douglas) de la previa The game (1997), un Scrooge cerca de los cincuenta, aislado en su universo de poder y opulencia. Tanto uno como otro despechado porque la mujer que (presuntamente) amaban les abandonó (su suficiencia determina que el mundo y los demás sean entidades en función suya), presos de fantasmas (Zuckerberg aún sin desasirse de ese rechazo, como refleja la secuencia final en la que espera la aceptación de ella en el virtual mundo de la página de Facebook; y el otro del suicidio de su padre a la edad que él va a cumplir, representación de lo que no puede controlar, como es la misma muerte). En la primera secuencia de La red social, su novia, Erika (Rooney Mara), tras romper con Zuckerberg, le dice que es un gilipollas. En la última secuencia, la adjunta de su abogado, interpretada por Rashida Jones, le dice que no es un gilipollas, pero se esfuerza con denuedo en serlo. En la conclusión de The game, a Van Orton su hermano le dice que había organizado ese juego porque se estaba volviendo cada vez más cretino. Uno y otro, real y ficticio, son dos prototipos del empresario exitoso que domina el competitivo escenario financiero y empresarial. Zuckerberg de hecho se convirtió en el billonario más joven del mundo. La red social explora cómo su logro empresarial nace de un despecho emocional, y cómo esa raíz (emocional defectuosa) define su posterior comportamiento falto de escrúpulos, capaz no solo de aprovecharse de las ideas de otros (porque al fin y al cabo todo se reduce a una carrera competitiva) sino incluso de traicionar al único amigo que tenía (como si realmente fuera una relación parasitaria, y en cuanto ya no le fuera útil pudiera prescindir de él sin remordimiento alguno).

Zuckerberg vive enajenado en su mundo de pantallas, de creaciones virtuales (y cifras y códigos), en los que ante todo anhela afirmarse sobre los demás, como el personaje de Edward Norton de El club de la lucha (1999), uno empresario, el otro empleado, uno, el que marca reglas, el otro el que las sigue como un autómata, uno creando un imperio empresarial, otro un club de la lucha que es más bien un mundo paralelo esquizoide en el que siente que domina el mundo para resarcirse de sus frustraciones como hombre fotocopia o esbirro del sistema. El personaje de Jodie Foster de La habitación del pánico (2002) tiene en su nuevo hogar dicha habitación, como una interior se ha creado, cuando su mundo se ha tambaleado, y le domina el desamparo, la furia y el despecho (su marido ha elegido a otra mujer; debe rehacer su vida); ha perdido la conexión (como de la misma carecen los personajes antes citados) con el mundo y consigo misma, aislada, y lidiando con tres intrusos que no son sino proyecciones o representaciones fantasmales de lo que lidia en sí misma; Zuckerberg ha creado su particular habitación del pánico con ese imperio virtual que crea, el espacio en el que afirma un dominio, donde se resarce (o lo intenta, sin conseguirlo), de su frustración por el abandono de Erika. Crea una red social que se convierte en epítome de los contactos (de los me gusta o no me gusta, del agregar o eliminar, de la acumulación de amistades como emblema de notoriedad), pero él no conecta ya con nada ni con nadie, los demás son funciones de las que se puede alimentar a su conveniencia. Su reacción inmediata al abandono de Erica fue la despechada descalificación en la red, tanto personal, en su mismo blog, como colectiva, a través de la cosificación de las mujeres en un juego de comparación y elección en el que cada uno debía elegir entre dos mujeres. Zuckerberg se convierte en un espectro solitario, como una amargura crispada con forma corporal, cuyo único objetivo es sentirse único y especial (ya que por el desprecio de Erica se sintió nada). Esa competitividad queda muy bien reflejada visualmente en la única secuencia que se desmarca del resto, con unas composiciones más enfáticas, como un comentario satírico, la secuencia de la competición de remo en la que participan los hermanos Winklevoss, aquellos a los que robará su idea de red social para configurar su Facebook (tras la carrera, que acaba con derrota, serán informados de cómo el éxito de Facebook se ha extendido hasta Estados Unidos; será cuando el hermano, hasta entonces reticente, decida demandar a Zuckerberg)

La febril y trepidante narrativa de La red social (que conjuga rítmica de diálogo, música y montaje), como la velocidad de la navegación virtual en donde se procesa ingente cantidad de información pero encubre la nada ( el vacío que representa el protagonista, que a su vez representa a esta sociedad de dictadura corporativa), recupera la de Zodiac (2007) como una aparente crónica de sucesos en donde las perspectivas son fractales, y en última instancia inciertas e incompletas, y cuyo núcleo es un fantasma, la presencia nunca identificada del asesino de Zodiac, fuera de campo permanente de una amenaza, y en la otra, un patético demiurgo despechado que por mucha verborrea que tenga parece un espectro enajenado: su mirada sigue perdida en el pasado; su mirada a la ventana lluviosa en uno de los interrogatorios de uno de lo abogados: la fractura que supuso en su ego el rechazo de Erika; esa pantalla ausente que se corporeiza en la secuencia final en el ordenador, en la página de ella en facebook, y en la que él pulsa, una y otra vez, en el add friend/agregar como amigo, que es como el metrónomo del personaje de Morgan Freeman en Seven (1995), la vana ilusión, en cuanto fantasía, de que así se puede controlar el caos (en este caso, en él mismo), la tecla que puede negar una realidad, por cuanto aspira a rectificarla (modelarla acorde a su deseo). La tecla que espera la respuesta complaciente, la aceptación (acrítica). La red social no es más que una maraña. No hay conexiones sino un vértigo de fantasmas (representaciones), manipulaciones y conveniencias. Pocos cineastas como Fincher han retratado con tal contundencia y precisión las enajenaciones y miserias de nuestra sociedad, la cual parece sostenida sobre el despecho y ensimismamiento, la incapacidad de crear conexiones con los otros y la depredación.

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