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lunes, 24 de octubre de 2022

Saraband

 

Saraband (2003), última obra de Ingmar Bergman, es la danza (zarabanda) de un desencuentro que es desgarro. Los bailarines de los sentimientos, fueran pareja en el pasado o sean padre e hija, perdieron el paso o no acaban de encontrarlo. El entre en el que se debaten sus sentimientos es un abismo, un puente cortado. El prólogo de la narración nos presenta a Marianne (Liv Ullman) ante un mesa repleta de fotografías, pantalla de su vida. Y se cierra con su rostro, iluminado por una revelación. Se ha enfrentado al rostro enigma, que es desolación, de su segunda hija, Martha, recluida en un sanatorio, aquella que en ocasiones ya no la reconoce. Su iluminación reside en el hecho de lo que sintió al tocar su rostro. En el solo hecho de tocar. La mirada encuentra en el contacto la conciliación, sin la interposición tóxica de las máscaras (y las consiguientes dramatizaciones conscientes o inconscientes). En el primer pasaje, de ocho, Marianne, abogada, decide visitar a quien fuera su marido tres décadas atrás, Johan (Erland Josephson). ¿Por qué siente la necesidad de realizar ese reencuentro?¿Qué siente que falta en ella? ¿Nostalgia, ansia de rectificación? Entra en la casa, silenciosa, en su salón, y un par de puertas se cierran, como si un viento invisible clausurara el espacio, como si su desplazamiento cerrara compuertas, o contuviera una agitación de la que quizá ella misma ignora su raíz. El único sonido que se escucha es el de los relojes, el paso del tiempo. Confiesa ante cámara cómo ha estado observando durante diez minutos a Johan que duerme en la terraza, y cuenta cada segundo del minuto que se ha dado para coger valor y acercarse. Atraviesa no solo un espacio sino un dilatado periodo de tiempo que fue distancia, separación, alejamiento. ¿Qué peso siente que ha arrastrado durante treinta años?¿Qué siente que no fue como cree que pudiera haber sido? Me parece que estoy caminando en mi sueño como si la ficción y la realidad estuvieran unidas, escribió August Strindberg, al que explícitamente citaba Bergman en la secuencias finales de la magna Fanny y Alexander (1982), idea o sensación que ha recorrido el cine de Bergman y que encuentra una corporeización en esta secuencia. ¿Es real o transcurre en la mente de Marianne? ¿O es un recurso que pone de nuevo en evidencia cómo realidad y ficción van unidas por cuanto vivimos nuestra realidad a su vez como una ficción?

Del mismo modo, la misma entraña de la realidad, de las relaciones, está hilada entre la máscara y la carne, en su desajuste, así como en las arenas movedizas de la identidad, como bien condensó en Persona (1966). ¿Esa otra relación que se adueña de la narración, o dramaturgia, la que mantienen Henrik (Borje Ahlstedt) y su hija Karin (Julia Duvfenius), no por casualidad ambos músicos, es real o una transposición en la mente de Marianne, o simplemente ejerce de mordaz reflejo?. “¿De qué sirve intentar construir una vida, cuando estamos gobernados por fuerzas que desconocemos, y cuando ocurre que no sabemos más de nuestras emociones secretas de lo que saben acerca del proceso de formación de sus células los bulbos y brotes que ahora mismo están germinando a nuestro alrededor?”, escribió Ola Hansson en Sensitiva amorosa, libro que lee la matriarca, Helena Ekdahl (Gunn Wallgren), en una secuencia de Fanny y Alexander. La vivencia de las emociones se retrata como una infección. El desgarro, en particular de Henrik y Karin (como probablemente fue en el pasado entre Johan y Marianne), es manifiesto hasta extremos obscenos en su toxicidad. Pocos cineastas han reflejado, de modo tan físico esa fisura entre las máscaras en la que se extravían los bailarines de los sentimientos en sus relaciones, espasmos dolientes de sus emociones que se asemejan al grito contenido, el del abismo que engulle al puente. Así el escenario es rasgado con la primera evocación del estado de terminal desesperación de la relación entre padre e hija, Henrik agrediendo a Karin en un dilatado plano fijo (con un fondo rojo), en el que la figura del padre desaparece, antes de que ella logre desasirse de él y corra por el bosque (tras caer por una ladera, desaparece del encuadre, y se escucha su grito desesperado fuera de campo). El fuera de campo les tiene atrapados, el de sus emociones fuera de control, ese entre quebrado que ha creado una infección de dependencia de la que no puede desasirse la hija, como si se hubiera convertido en el reemplazo afectivo, la sustituta de Martha, la madre muerta dos años atrás. ¿A quién besa él, a su hija o al fantasma de su esposa muerta? No hay equilibrio posible entre el desbordamiento de la emoción y la coreografía de la danza de una relación o dueto que hace de sus sentimientos música compenetrada. El grito no articula, los instrumentos emocionales desafinan, queda el lamento en la intemperie (el monólogo de Henrik junto a su hija, ambos en la cama). Y ese desencuentro infectado, tóxico, se amplía a las otras relaciones en un juego de espejos, como la hostilidad patente entre Henrik y su padre Johan, imposibilitada incluso la intervención conciliadora ajena (la conversación entre Marianne y Henrik en el significativo espacio de una iglesia: las buenas intenciones se tornan gesto crispado: la amargura y la susceptibilidad imponen su dominio).

Otro rostro, el de un pasado desaparecido, el de la esposa fallecida de Henrik, Martha, a través de su fotografía, por admirada, es reflejo de lo que pudiera haber sido la misma relación entre Johan y Marianne, cuyo reverso es el rostro extraviado, desolado, sin habla, de Martha, la hija de Marianne y Johann, la encarnación de la danza de los sentimientos que derivó en degradado desencuentro, la obscena desnudez de una intemperie, como la literal del octogenario Johan en la última escena con Marianne, frágil y desvalido en su desnudez vulnerable, desprovisto de máscara (ya no esa figura imponente en su espacio rebosante de libros, como si fuera su fortín o trono), mientras su contraplano es la figura desnuda de Marianne a contraluz, una sombra. Ambos se acostarán juntos, entre temblores, un desesperado anhelo de refugio y una tardía asunción de una desnudez compartida que fue malograda por el peso de las máscaras, un contacto iluminador, que nace en el reconocimiento de la propia fragilidad y en la generosidad acogedora, al cual abocaron a la condición de la fría sombra (de la dramatización de los egos). Saraband recupera los personajes de Escenas de un matrimonio (1973), Johan y Marianne, de nuevo encarnados admirablemente por Erland Josephson y Liv Ullman, para realizar otra corrosiva ceremonia escénica de espejos rotos, miradas, rostros y desencuentro entre máscaras y carne, haciendo cuerpo de la fisura en la torpe coreografía de las emociones, como de nuevo refleja los inciertos límites entre ficción y realidad. La vida es un escenario, y es lo que transpira la misma puesta en escena, como la pantalla se rasga con la convulsa zarabanda de las emociones.

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