Einstein pensaba que Dios no juega a los dados con los seres humanos, a lo que Gabe (Woody Allen), en los planos iniciales de Maridos y mujeres (1992), apostilla pero sí al escondite. Desde luego sí parece que los humanos juegan a los dados con sus emociones, o al escondite, o viceversa, las emociones con su voluntad, porque poco tienen claro, como si les costara encontrarse, son criaturas volubles, indecisas, que parecen ir a golpe de capricho, o de impulso, como si se desplazaran en una niebla que más bien parece una maraña. Allen adopta atinadamente recursos del documental, la cámara en mano, agitada, correspondencia con esa convulsión de hervidero de emociones. Allen adopta el estilo de los reporteros de guerrilla, como si asistiera a un combate, pero de sentimientos y emociones. Además, alterna intervenciones de los personajes, que contestan a las preguntas realizadas por un anónimo entrevistador; son comentarios a sus acciones, reflexiones que ante todo delatan sus marejadas y resacas de emociones. Luces que tiemblan aún tras una tormenta. Las palabras pueden ser escurridizas, quizás más bien ciegan, quizás su cimiento sea el de las arenas movedizas. Muchas veces se dice lo que queremos que los otros oigan y piensen, como nos podemos incluso engañar a nosotros mismos, o incluso puede variar nuestra consideración según el ángulo que quizá nos aporte otro o la variación de las circunstancia. Según el escenario.
¿Qué es lo que sienten Jack (Sidney Pollack) y Sally (Judy Davis) cuando deciden separarse? ¿Por qué se desestabiliza su escenario vital cuando advierten que el otro o la otra han enfocado sus emociones hacia otra persona? Como refleja uno de los relatos de Gabe, en el que quien lleva una estable vida marital envidia al que lleva una ajetreada vida de sucesión de amantes, y viceversa, quizá es que es ese viceversa domina los dados de las emociones humanas. Quizá no se sepa qué hacer con las emociones, quizá siempre se desea lo que no se tiene, quizá ahora se quiere rutina, y ahora variación. Quizá buscar lo que sentimos que nos falta determine buscar un compartimento de vida para ese complemento, o quizás cambiar radicalmente el escenario, aunque no dejaremos de sentir que faltan componentes en la ecuación. Quizá es que nos extraviemos mucho en los quizás. Aplicar recursos del documental se revela como una ingeniosa manera de poner en evidencia la maraña de ficciones en las que nos desenvolvemos en el escurridizo documento de lo real.
Maridos y mujeres supuso la última colaboración con Mia Farrow, como su colaboración sentimental también llegó a su término de un modo también agitado. En la anterior obra de Allen, Sombras y niebla (1991), el personaje de Allen era perseguido en un nocturno universo de raigambre expresionista sospechoso de ser un asesino en serie. En la posterior, Misterioso asesinato en Manhattan (1993), el personaje de Allen se obsesiona con que su vecino ha matado a su mujer, y todo se dirime también entre otros reflejos, también cinematográficos, los espejos de la secuencia culminante de La dama de Shangai (1948), de Orson Welles. Otros espejos, en busca de reflejos que transfiguraran su realidad, cruzaba en Alice (1990) la protagonista que encarnaba Mia Farrow, insatisfecha con su vida marital, con su anodina vida estable, aunque luego también indecisa con respecto al amor que siente por el personaje de Joe Mantegna. En Maridos y mujeres su personaje, Judy, no sabe muy bien lo que quiere, como nunca expresa de modo directo lo que siente o piensa. Su reacción ante la noticia de la separación de sus amigos parece desmedida, como si le afectara a ella misma. Presenta al hombre que realmente quiere, Gates (Liam Neeson) a su mejor amiga, Sally, por si así esta reinicia su vida sentimental. Al final parece que todo, como apuntan otros, sale como ella realmente desea pero no manifiesta. Su matrimonio se rompe, y consigue consolidar una relación con Gates. Mientras, Gabe, ahora se queda solo.
En el trayecto Gabe ha sufrido otro espejismo de fascinación con otra de esas mujeres kamikazes que parecen atraerle, una infección de discernimiento resultante de esa ofuscada educación sentimental en un romanticismo tumultuoso de historias con conclusión trágica. Irónicamente, se llama Rain (Juliette Lewis), por el poeta Rainer Maria Rilke, uno de los emblemas de ese romanticismo. Rain puede ser un cielo despejado, o segundos después una tormenta; le expresa su admiración por su novela, la pierde, y su frustración la reconvierte en inclemente cuestionamiento de la novela. Con Rain se da su primer beso durante una tormenta en su momento álgido. En un momento dado, dejas la relación o te electrocutas. Aunque quizás es lo que busca alguien como Gabe, sentirse vivo con esa amenaza de electrocutamiento. Una manera de restituir una falta en sí mismo de la que huye a esas llamas cuando siente que crece demasiado el socavón en su interior, como Jack busca en otra lo que le falta en su relación con Sally, las especias del sexo, para darse cuenta de que no puede tener todos los ingredientes de la receta ideal, de que debe dilucidar qué prefiere no tener, o de qué prefiere lamentarse no disfrutar.
Concesiones, amordazamientos, lenguas mordidas, silencios abocados a tapiados sótanos. Aviones kamikazes o submarinos emocionales que torpedean tu barco cuando menos lo esperes sin verlos venir, como no sabes muy bien si dicen lo que piensan o expresan lo que sienten. Las emociones se estrellan una y otra vez, y se reconfiguran una y otra vez, en un escenario que quizá sea nuevo o el mismo que tiempo atrás, con la misma persona o con otra diferente, mientras esperamos encontrar un reflejo en el espejo equivalente a nosotros, deseando lo que no tenemos, para cuando lo tenemos, desear lo que teníamos antes. Dados que son una maraña de reflejos que juegan al escondite, sin autor o dios que ponga un poco de orden. A veces, te puedes encontrar a ti mismo, con un poco de suerte. Gabe decide que su próxima novela no será sobre sentimientos ni sobre relaciones amorosas, sino sobre política. Quizá sus trincheras sean más seguras.
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