La Casa en llamas (Chai editores), de Ann Beattie, es tanto el título de uno de los relatos como del conjunto. Condensa con precisión la naturaleza de unos procesos que parecen vivir unos personajes, como si observaran cómo se quema la película del proyector de su vida. Su casa es su misma realidad que ponen entre interrogantes. Algunas pueden tomar la dirección de las paradojas. Francis pensó que él mismo podría haberse ido mucho tiempo atrás, cuando se dio cuenta por primera vez de que se habría casado con una buena mujer, pero no una mujer por la que daría la vida, y que su único hijo tenía grandes defectos. ¿Se arrepentía de haberse quedado? No. Nunca había creído en la idea de la perfección. En cierto momento te planteas que tu vida quizá no es como imaginaba que fueras, pero también las preguntas palpitan alrededor del hecho de que no se producen cambios de dirección cuando se toma consciencia de que quizá tu propia vida no es como quisieras que fuera. La lucidez sobre lo que no puede ser quizá sea una pantalla sobre la que se prefiere ocultar la resignación o la dificultad o incapacidad de realizar cambios sobre la marcha de la vida, una constante que define a muchas vidas que acaban aparcadas, o enquistadas en esas insatisfacciones o insuficiencias que se prefieren asumir como inexorables.
Incluso, a veces preferimos habitar una idea de realidad. Amanda y él están divorciados. Amanda está casada con Shelby. Esos eventos son irreales. Lo real es el pasado, la Amanda de años atrás, esa Amanda cuya imagen no puede sacarse de la cabeza, esa escena que sigue recordando. Preferimos vivir en esa dimensión que nos hace sentir que los contornos de la vida no se despedazan, aunque sea la del pasado, esos momentos que se vivieron como reales acontecimientos por cuanto implicaban conmoción o asombro. Cuando aquella película desaparece, queda un vacío suspendido. Y nos sostenemos sobre las imágenes que siguen haciendo sentir que de alguna manera el proyector de la vida aún prosigue. En ocasiones, podemos sentir que hay un desajuste entre la realidad y nosotros, como si en la proyección no hubiera sincronía entre sonido y movimiento de los labios. Nos sentimos como cuerpos extraños, o advertimos que los demás son los personajes que han elegido. Cada uno se adapta al papel que le resulta más cómodo. El verano pasado leí La metamorfósis y le pregunte a J.D, “¿Por qué Gregor Samsa se despertó convertido en una cucaracha? Su respuesta (a la que sin duda le había dado vueltas eternamente con sus alumnos) fue “porque eso era lo que la gente esperaba de él”. Hacen que lo ilógico sea lógico. Yo no hago nada porque estoy esperando, estoy detenido (J.D); me la paso drogado porque sé que es mejor escaparme (Freddy); me gusta el arte porque yo mismo soy una obra de arte (Tucker). Los relatos de Ann Beattie recuerdan a los de Richard Ford, y esa es la más precisa forma de sugerir cuán excepcionales son. Nos confrontan con la conmoción de las preguntas que replantean nuestra relación con la realidad. Esa realidad que no deja de modificarse, como si se sucedieran distintas películas, y a veces perdemos pie en el cambio de una a otra, o quedamos suspendidos como miradas que pestañean para intentar percibir con precisión qué ha sido de uno mismo en ese proceso. Si las llamas nos han carbonizado o quizá sean las de un ave fénix. Aunque probablemente sean los dos casos. Es nuestra paradoja. Y Anne Beattie la refleja con maestría.
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