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viernes, 14 de octubre de 2022

¡Qué verde era mi valle!

 

Dos figuras ante un paisaje. Un paisaje que es evocación, de lo que fue y ya no es, pero que no se ha dejado de anhelar. Un paisaje, un esplendoroso y pletórico valle que contempla, en tiempo pretérito, Huw (Roddy McDowall), el niño protagonista de ¡Qué verde era mi valle! (How green was my valley, 1941), de John Ford, con su padre (Donald Crisp), y luego con su guía educador, Mr.Gruffyd (Walter Pidgeon), y que se constituye en emblema de promesa de armonía posible, deteriorado, arrasado por los residuos minerales, ya en el presente desde el que evoca la voz de un adulto Huw (Irving Pichel) ya con cincuenta años en el momento que decide abandonar su pueblo. Un deterioro no sólo generado por la propia accidentalidad y finitud de la misma vida y naturaleza sino, ante todo, por la inconsecuencia del ser humano, cuyas representaciones, las diversas instituciones (empresarial, religiosa y educacional), lo reflejan a lo largo de la (episódica) narración (fragmentos que narran una desfragmentación) por facultar más la desintegración que la armonía, el abuso o la anatemización más que la flexibilidad, la empatía y la comprensión. La progresiva disolución de la familia, por la muerte o la marcha a otros países, e incluso, otros continentes, de casi todos los hijos, menos el pequeño Huw, condensa esa desintegración.

El primer cuarto de hora de Qué verde era mi valle, para la que Philipp Dunne adapta la novela de Richard Llewellyn, publicada en 1939, que acontece en Gales a finales del siglo XIX, refleja, como pocas obras, la armonía y la conciliación, tanto de la familia Morgan, compuesta por los padres, seis hijos y una hija, así como de la comunidad (con las canciones como ritual de celebración diaria), y con las celebraciones (en concreto, de una boda), caracterizadas por la jubilosa embriaguez (planteamiento inspirador de la estructura de la posterior La delgada línea roja, 1998, de Terrence Malick, que refleja también en su inicio un paisaje de armonía para después relatar la predominante tendencia humana a la destrucción). El primer seísmo que genera las discrepancias en el seno de la familia será propiciado por las estructuras sobre las que se sostiene el entramado laboral, que poco han cambiado, y que abusa de su poder sea, en primer lugar, a través de reducciones de salario (y que suscita tanto las diferencias, irreconciliables, dentro de la propia familia protagonista, por cuanto el padre, capataz, pretende atenerse a las reglas e ingenuamente confía en las decisiones de la empresa, y en cambio los hijos abogan por la unión sindical, así cómo acciones expeditivas como las huelgas, como forma de hacer valer los derechos de los trabajadores, y que derivará en que dos de los hijos se marchen a América) o de convenientes despidos, como los que, meses más tarde, afectará a otros dos hermanos, por precisamente ser los más competentes, y por tanto exigir un sueldo superior, a diferencia de los desesperados que aceptan salarios más bajos. Ambos también optarán por la emigración a otro continente. La similitud de ese plano de las dos figuras, de Huw y Mr. Gruffyd, ante el valle, con el del final de El club de la lucha (1999), de David Fincher, pudiera contemplarse como el gesto subversivo que hubieran hecho los hijos que abandonaron el hogar para emigrar a otro país, dada la injusticia del sistema, de la empresa que rige la mina donde todos trabajan. Un acto que pudiera fundar, con la destrucción del sistema injusto, un posible qué verde será mi valle. Ese por el que aún debemos luchar derribando las torres que nos oprimen. Ese que puede conseguir que los valles sí puedan ser verdes.

Pese a la ecuanimidad que demuestra como sacerdote Mr. Gryffyd, predominará entre los feligreses la tendencia mezquina, ya que la religión sirve de excusa para la estigmatización o la condena más que para la comprensión (más preponderante que la sacrificial, comprensiva y generosa, representada en el párroco Gruffyd, lo que señaliza el fracaso de su guía, y hasta el de su sacrificio, al haber subordinado el amor por sus votos). Humillarán a una mujer por haber sido madre soltera, lo que determina una reacción indignada de Angharad (Mauren O'Hara), y una crítica encendida hacia su ignorancia sobre cómo siente una mujer. Para su desgracia ella será también víctima de esa mezquindad por haber decidido divorciarse de su marido. En la institución educativa se prioriza la disciplina que reproduce unos mecanismos de poder (el castigo, la violencia, la humillación) más que el alentar el aprendizaje y conocimiento. Los modos abusivos del profesor. Mr Jonas (Morton Lowry), quien desenfunda con facilidad su vara para infligir castigos, influye en sus alumnos, ya que hay quien también deciden abusar de su fuerza. Huw sufre la agresión de uno y otro. Sus dos primeros días de clase retorna ensangrentado, e incluso con la espalda malherida. La estructura social es también cuestionada por definirse por las relaciones de clase, o de posición social, tramada sobre la desigualdad (remarcada en la sumisión a unas reglas rituales de conducta que señalizan las categorías) y cuya única interacción se crea sobre la conveniencia (un matrimonio), como sufrirá Angharad, cuando se case con el hijo de la dueña de la empresa, quien vive en lo alto de la colina, mientras los trabajadores viven en el valle. El espacio ya señaliza cuál es la posición de unos y otros.

En la familia, en la que su cabeza es el padre, Mr. Morgan, se reproduce, de nuevo sumisamente, unas estructuras de vida que asume como inevitables, y ante las que se supone no se pueden rebelar los hijos, en equivalencia a los empleados de una empresa. Por ello, el padre no acepta la disidencia contestataria de sus hijos (que superpone, con dificultad, a su propia aflicción; el plano sostenido sobre su rostro mientras en fuera de campo se escucha la marcha de dos de ellos). Aun con buena, o ingenua, voluntad o convicción no es más que un esbirro de un sistema corrupto. Lo que, por otro lado, no justifica la violencia de aquellos que le estigmatizan por su reverencia a la ley y el sistema. El se cree su papel, ese papel es su vida, la reproducción en la célula familiar de la enquistada estructura del cuerpo del sistema. Aunque los hijos no dudan en oponerse cuando sus criterios divergen ellos admiran y aman a su padre. La rebelión no implica desprecio, simplemente disensión de perspectivas. Las mujeres se supone que tienen también su lugar, pero también saben disentir cuando es necesario, y enfrentarse a su entorno, tanto Angharad, con la mezquindad e hipocresía de los feligreses, como la madre, Beth (Sara Allgood), quien se enfrenta a todos los hombres que han cuestionado a su marido (incluso apiñándose ante la casa, y lanzando alguna piedra), y lo hace en las condiciones meteorológicas más desabridas, durante una tormenta de nieve. También, en todo momento, objeta opiniones o decisiones de su marido. De nuevo, el afecto manifiesto entre ellos no neutraliza las divergencias de perspectivas.

Clint Eastwood califica ¡Qué verde mi valle! como una de sus obras preferidas, y el mismo John Ford la consideraba como su predilecta, aunque en principio iba a ser William Wyler el director (fue quien eligió a Roddy McDowall para el papel de Huw). Particularmente, siempre ha sido mi preferida. Más allá de su certera y lúcida visión crítica que transciende el mero escenario específico de un pueblo minero galés, destaca por la captación de esos momentos excepcionales, de asombro y reconocimiento, o de unión y calidez, los pequeños detalles, el humor expansivo, la ternura insondable, la tristeza y desamparo por la pérdida o las separaciones, las canciones que elevan pasajeramente el ánimo sobre las precariedades diarias y las sombras que pesan, influjo manifiesto en el cine de Terence Davies, en sus excelsas Voces distantes (1988) y El largo día acaba (1993) también centradas en la célula familiar, y la segunda también con la perspectiva fundamental infantil: La primera vez que Huw ve a Bronwyn (Anna Lee), o cómo en un plano general ya se refleja cómo queda cautivado, y cómo, cuando ella enviuda de Ivor, uno de los hermanos de Huw, muerto en uno de los accidentes en la mina, Huw la visita para, con engolada, pero entrañable, gravedad, entre gallitos que delatan su esfuerzo y suscitan la sonrisa en la afligida viuda, se ofrece a traer parte del dinero que gane en la mina (por lo que ha optado en vez de aprovechar sus estudios para convertirse en médico); la memorable secuencia que capta el paso del tiempo, durante meses, en la larga convalecencia de Huw tras caer en el hielo con su madre (cómo se comunica con ésta que yace en el piso de arriba a través de golpes en el techo; cómo descubre la pasión de la lectura; el sublime reencuentro con su madre, a la que al advertir algo blanco en su pelo, unas canas, le pregunta qué es y ella le contesta sonriente, que la nieve quedó adherida a su pelo); la cola del velo de Angharad, al salir de la iglesia, tras su boda, elevándose por el viento, y el plano final de la secuencia en el que se percibe al fondo, como mera sombra, a Mr. Gruffyd, quien desde entonces se convertirá en una sombra que vive en segundo plano por haber perdido a la mujer que ama, aunque no perderá el vigor para enfrentarse a sus mezquinos feligreses antes de decidirse a abandonar esa parroquia con la que siente que ha fracasado. ¡Qué verde era mi valle! es una una obra summa como lúcida mirada sobre la vida, y sobre nuestra forma de estructurarla como seres sociales, que conjuga de modo armonioso la reflexión con la conmoción.


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