Estos críos, ajenos a ese mundo inquietante, crecen atentos a su propia felicidad y a su propia pena. Ignorantes de que forman parte del gran curso de la historia, crecen simplemente conforme a las leyes de la naturaleza. Doce niños crecen durante los dieciochos años que transcurren, entre 1928 y 1946, en el desarrollo de los acontecimientos narrados en la novela, publicada en 1952, Veinticuatro ojos (Nocturna Ediciones), de la escritora japonesa Sakae Tsuboi (1899-1967), cuya adaptación al cine, dos años después, fue dirigida por Keisuke Kinoshita. Años durante los que acontecen diversos conflictos, sean ofensivas contra socialistas y comunistas en 1928, o sean conflictos armados en 1931 o 1937 con China, o la misma segunda guerra mundial. Son niños que son reflejo, por pasiva, de las tradiciones predominantes o de las tensiones con respecto a los impulsos de cambio. Y también son mirada, de ahí que se remarque en su propio título. Son sujetos cuya vida se ve determinada y conducida por unos valores sociales y culturales que marcan cuál puede ser la vida de un hombre o una mujer por pertenecer a ese género, o por su misma extracción social. Pero también son sujetos singulares con sus particulares deseos y aspiraciones, padecimientos y carencias. El trayecto temporal remarca el deterioro que implica su paso por las privaciones o contrariedades que han sufrido durante ese tiempo. La calidez y ternura que aún se mantiene dieciocho años después entre los supervivientes es un amor resplandeciente que hace sentir las heridas de las ausencias o del dolor sufrido.
Los alumnos son pequeñas piedras de un paisaje o conjunto social. A La profesora Oishi, la llaman Koishi (guijarro). Ella representa el impulso de cambio. En principio, suscita consternación o desconcierto por su diferencia con respecto a su aspecto y su modo de conducirse. Era la primera maestra que veían montar en bicicleta. Y también la primera que iba con ropa occidental (…) era muy diferente a las maestras habituales (…) ¿Por qué habrán enviado aquí una persona tan fuera de lo común precisamente este año? Es un cuerpo extraño en esa aldea retirada. Oishi debe atravesar un largo recorrido para llegar, como deberá cruzar otro tipo de distancia para ser aceptada, ya que en principio a la gente del pueblo le cuesta abrirse con alguien que ven como si fuera casi una alienígena. Incluso, su primera reacción ante lo diferente, por anómalo, es la de la censura. En cierto, momento Oishi imagina que cruza un puente, el cual representa ese anhelo de crear conexión con quienes parecen anclados en una tradición de modo inflexible. Un puente representa la flexibilidad, la posibilidad de la convivencia armónica entre diferentes dinámicas o formas de habitar la realidad. Pero el puente soñado se tornará fractura de talón, y una larga ausencia como profesora. Aunque el vínculo logre establecerse, no solo con los niños, esa fractura ya anticipa las fracturas sociales que se vivirán durante los dieciocho años posteriores.
Oishi sufre por lo que las tradiciones y normativas socio culturales hacen padecer a los niños, por ser mujer o por ser hombre. La maestra se dio cuenta de que ese era el origen del problema: Kotoe pensaba que era la responsable de haber nacido mujer (…) aceptaba renunciar a seguir estudiando como si ese fuera su destino inevitable. Sufre cuando, durante años, pierda la pista de algunas alumnas que fueron vendidas por sus padres o que acabaron abocadas a trabajos míseros por la muerte de su madre. Su ausencia, o su recuerdo, o de modo más específico la incertidumbre por cuál habrá sido su vida, es una herida invisible que recorre la narración hasta las últimas páginas, en las que prima la desolación o consternación por la pérdida de vidas que supone la guerra, y la enajenación en que sume a los hombres ya que se les inculca la idea de que la muerte en batalla es un orgullo. Si hay mujeres que sienten que son ellas las responsables y no los valores discriminatorios y restrictivos de una sociedad, los hombres también son modelados para que sientan que la realización está en la muerte. Esos últimos pasajes narrativos se ven atravesados por la colisión entre Oishi y su hijo mayor quien considera una aberración el dolor y el rechazo a la guerra de la madre. ¿Por qué se prohibía lamentarse por las vidas humanas que las bajas hacían añicos?¿Preservar la seguridad no significaba más bien proteger la vida humana que restringir la libertad del espíritu? (…) Le dio la impresión de que los corazones de cientos de miles o millones de madres de todo japón eran arrojados como una mota de polvo en un vertedero e incinerados con un solo fósforo. El reencuentro final con los alumnos, tras esos pasajes de desolación, e impotencia (dada la férrea convicción de su hijo) es como un brote de luz que dota de aliento a una realidad fracturada que piensa que camina o se conduce hacia una dirección cierta, e inexorable, cuando no es sino un mero espejismo enajenador que genera dolor y desolación a hombres y mujeres.
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