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viernes, 23 de septiembre de 2022

Indefenso

 

Indefenso (Naked, 1993), de Mike Leigh es una singular variante, tenebrista y grotesca, de La odisea de Homero, contada con ruido y furia por un airado que parece que recuperó el aliento, perdido en el limbo del olvido como aquel globo en el que desaparece el protagonista de Charlie Bubbles (1966), de Albert Finney, de los jóvenes airados del Free cinema que brotaron como un revulsivo hervor, a finales de los cincuenta, sacudiendo las entrañas de su sociedad, como el músico interpretado por Richard Burton en Mirando hacia atrás con ira (1959), de Tony Richardson o el obrero encarnado por Albert Finney en Sábado noche, domingo mañana (1960), de Karel Reisz, aunque pronto fueron sustituidos (¿anulados?) por las más inocuas y menos incómodas burbujas o globos o cortes de pelo de cazo a lo beatle del Swinging london. Claro que en esta odisea no hay manera de volver al hogar, ni aunque sea tardando veinte años, no hay dirección hacia el pasado, ni hacia el futuro, sino una carrera a la fuga, apretando el acelerador de un coche robado, o a la pata coja como un dibujo animado que han sorprendido fuera de la viñeta. La odisea de fuga de Johnny (David Thewhlis) comienza en Manchester y toma dirección a Londres tras un encuentro sexual que se torna agresión en un oscuro callejón (como si el cuerpo de la mujer fuera un punching ball y el coito una descarga de furia biliosa); ahí empieza su carrera en precipitación (aunque se irá apreciando que es alguien a la carrera desde hace mucho tiempo) que, de entrada, implica robar un coche con el que se dirigirá a Londres (sustraer de los otros, aunque sea en sentido figurado, se revelará que es una tónica habitual en él). Aunque tampoco será su punto final de destino porque el hogar de Londres, en el que vive una exnovia, Louise (Lesley Sharpe), junto a una amiga, Sophie (Katrin Cartlidge), presente pero un poco extraviada, y otra, Sandra (Clare Skinner), ausente incluso cuando se haga presente (presa de los espasmos ante el caos de quien necesita un mundo en donde todo esté en su correspondiente clasificador), no será sino otra casilla de la que salir huyendo tras coquetear y acostarse con Sophie, y coquetear de nuevo aunque sin acostarse con Louise, porque realmente Johnny no parece tener claro qué quiere, ni a quién, por eso sigue a la fuga, que es también fuga de sí mismo.

Johnny erra por la noche londinense, y se suceden los encuentros de este Ulises, que más bien parece un despojo evadido de una obra de Samuel Beckett, con unas patéticas variantes de Calipso, Circe, las sirenas o cíclopes de Homero (aunque probablemente sea Johnny el más patético de todos): Archie (Ewan Bremmer), un escocés que grita el nombre de una mujer, Maggie, a la que busca, y que parece sacudido por multiples tics (hilarante este episodio en el que brilla sobremanera la excepcional condición de dialoguista de Leigh); Brian (Peter Wight), un guarda de seguridad, cuyo trabajo Johnny califica como el más aburrido del mundo (como si hubiera comido loto y se hubiera olvidado de sí mismo, como en la obra de Homero), y sueña con vivir en una retirada casa en la costa irlandesa, aunque, aún así, es capaz de replicar a Johnny que no desperdicie su vida (que no deja de ser la amarga apostilla de quien se ha resignado a una vida enajenada a aquel, Johnny, que aún se resiste en la disidencia de una errancia que realmente es extravío, un desperdicio en la mera negación). Johnny se cruza también con mujeres que parecen anegadas en la desesperación, la apatía o indefensión que no se puede maquillar, cuerpos magullados como si sus emociones heridas gritaran por sus poros, como esa mujer, que parece una esquirla de un cuadro de Bacon, a la que contemplan Brian y Johnny en una ventana del edificio de enfrente, y a la que Johnny visita (y rechaza despectivamente cuando ve un tatuaje de una calavera en su cuerpo), o la chica del Café (Gina McKee), que parece amordazada por una decepción que la ha convertido en un cuerpo sonámbulo, aunque por un instante despierte y grite para que la deje seguir a la deriva en su soledad.

En el relato se interfiere otra línea paralela que parece desconectada, durante buena parte del relato, pero que representa un revelador contrapunto, quizá el virus contaminante que generó el extravío de figuras como Johnny. Sebastian (Gregg Cruttwell) es la encarnación del yuppie que brotó como un hervor de ácido en los ochenta, la encarnación de la arrogancia y la vanidad, el tipo que se apoderó de la realidad social tras su bing bang de los 80, dejando en los márgenes a tipos como Johnny. Sebastian es ese depredador que se apropia de los espacios y de las vidas de los demás, que las toma y golpea cuando quiere, por capricho, sin escrúpulos (como ejemplifica cuando toma la casa donde viven las chicas, al revelar que es su casero, como si fuera su feudo). Es el tipo que ha convertido a alguien como Johnny, alguien con una capacidad intelectual, culto, en un ser escindido que ha degenerado en un ser a la deriva. Pero ¿son tan diferentes? Al fin y al cabo Johnny parece alguien atropellado por sus propias contradicciones (ya que sexualmente es tan agresivo como Sebastian; ambos no parece que hagan el amor sino que agredan a las mujeres con las que practican el sexo). Ambos parecen compartir suficiencia. La diferencia es que mientras Sebastian parece haber sido desde siempre un ser vacío, un vacío abisal que absorbe a los otros, Johnny se ha perdido hace tiempo y ya no parece poder encontrarse, por eso su odisea no tiene sentido ni dirección. Se ha refugiado en el sarcasmo que linda con el desprecio, la rabia de la frustración, o una avasalladora pulsión de instinto que es más bien expresión de una desesperación, desconcierto o extravío vital. Esconde su indefensión tras una coraza hostil. No parece posible la vuelta atrás, como ya no hay riendas, sólo dejarse arrastrar por el movimiento que es desbocamiento, como un cuerpo que arde por dentro hasta que acabe consumido.

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