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lunes, 19 de septiembre de 2022

La ley de la calle (Rumble fish)

 

El título original de La ley de la calle (1983), de Francis Ford Coppola, es Rumble fish, pez de combate, ese pez originario de Siam que ataca a su propio reflejo. No es sino la imagen de ese reflejo con la que lucha el chico de la moto (un excelente Mickey Rourke), esa imagen idealizada que quisiera ser el adolescente protagonista, Rusty James (Mat Dillon). El chico de la moto (y sobre una realiza su primera aparición en la narración) es al principio una figura ausente, una figura del pasado y una figura en la distancia, en California. Es una imagen fija, la idealizada, que retorna, pero el cuerpo, el hombre real, sin nombre, porque vive apresado en esa idea que representa para otros, sobre todo su hermano, se dedica a minarla porque sabe que él no puede ser lo que quisiera ser, así que realmente no es imagen modelo de nada, a no ser de una imposibilidad (también por condicionantes circunstanciales). El chico de la moto es alguien que es calificado por otros como un príncipe o realeza en el exilio, alguien que posee una percepción aguda de la realidad, alguien que podría ser capaz de cualquier cosa, pero no se siente motivado ya por nada, porque realmente no es de este mundo y porque la realidad, o contexto, en el que ha crecido no posibilita que pueda materializar sus potenciales. O, como él mismo dice, sigue vivo porque en toda cultura permiten que existan los locos. Es una figura cansada, que ha perdido el paso, cuyo tiempo se ha detenido, como ese reloj sin manecillas en el que se apoya cuando su hermano habla con Patterson (William Smith), el policía que odia visceralmente al chico de la moto. Tiene solo veintiún años pero pareciera que hubiera vivido ya treinta más.

La narración comienza con el hermano que le idealiza, con su escenario de ficción, el de las peleas con contrincantes de otras bandas, y a la vez el de su romance con una beldad, Patty (Diane Lane), a la que imagina en ropa interior encima de armarios en distintas aulas. En una de esas peleas, reaparece su hermano (una figura indefinida sobre una moto que irrumpe en el encuadre), y propicia que el contrincante, que parecía ya vencido, le hiera a Rusty con el trozo de un cristal (como de alguna manera ejerce de cristal afilado la idealización de el chico de la moto). Frente a esa idealización, el chico de la moto irrumpe con la decepción o el desgaste. Ha vuelto de la presunta tierra de los sueños, California, como si tampoco hubiera encontrado nada ahí (o el lado más difícilmente asumible: la madre que les abandonó quince años atrás vive su vida sin ellos; no es posible el relato conveniente que hubiera hecho más digerible esa frustración, no está muerta sino viva en otro escenario de realidad), y a la vez del pasado para desmontar su impronta de mito ( como quiere o prefiere concebirlo su hermano, aquel tiempo de peleas callejeras en las que su hermano era el Caballero victorioso protagonista de todos los lances). Siente que ha desperdiciado su vida, y que ya no espera nada. Para el chico de la moto el futuro no ofrece perspectiva, a no ser la de destruir su reflejo, esa imagen que se han hecho de él, empezando por su hermano, y que no tiene lugar en una realidad que es destierro y desilusión, una realidad vana y estéril, en el que sólo corre el tiempo, y hacia ninguna parte (esos recurrentes planos de nubes a velocidad rápida; la reiterada presencia de sonidos de relojes en la banda de sonido; la digresión del camarero que interpreta Tom Waits sobre cómo en la infancia parece que sobra el tiempo, pero al crecer el tiempo, aunque sean 35 años en perspectiva, suscita la ansiedad de cómo aprovecharlo por lo rápido que discurre).

Rusty, con el atolondramiento y vana soberbia de la adolescencia, proyecta sobre la imagen de el chico de la moto lo que quisiera ser y lo que cree que puede reflejar en los demás (la imagen de quien cree que puede hacer lo que quiera, impune ), pero no hace mas que sufrir golpes, sean físicos como el acuchillamiento con el cristal en la primera pelea y el golpe en la cabeza con una barra de hierro en el enfrentamiento en el callejón, o emocionales, como la artera treta de su presunto amigo, Smokey (Nicolas Cage), que se aprovecha de su ligue con otra chica para decírselo a su novia, Patty, y así tener campo libre para conseguir cita con ella. Pero, a su vez, Rusty reacciona despechado con Patty porque no sepa comprenderlo. Rusty ve cómo gradualmente se va desmontando su escenario de realidad que no era sino un escenario de fantasía. El chico de la moto, por su parte, se siente fuera de lugar, como siente que no hay dirección posible en su vida; el retorno no es sino la asunción de un callejón sin salida. Su mismo padre (Dennis Hopper) pareciera representar su futuro, una figura errante permanentemente borracha, cuyo piso parece más bien un espacio abandonado. Por eso, optará la autoinmolación, al llevar esos peces de combates que están en un tienda de animales al río, para liberarlos (como si lo hiciera a sí mismo), sabiendo que la sombra que le persigue; literal como muestra ese plano en el que vemos al chico de la moto portar la pecera al río, y al fondo la sombra del policía al acecho (curiosamente, el mismo actor, William Smith, el famoso Falconetti de Hombre rico, hombre pobre, también era la mano que precipitaba, con otro disparo, el fin del personaje de Matt Dillon en la previa Rebeldes). Rusty acabará también desterrado como la sombra quemada de su hermano, frente a un mar que es pura ilusión, como otro callejón sin salida (como evidencia ese plano final de su sombra aplastada contra el horizonte).

La ley de la calle, basada en la novela de S.E. Hinton, con la que coescribe el guion, y en cuya otra de sus novelas estaba también inspirada la también excelente Rebeldes (1983), quizá sea la última gran obra de Coppola, en la que su ingenio cinematográfico brilla en todo su esplendor, aunque también fue un sonoro fracaso en taquilla como la previa Corazonada (1982), que supuso el hundimiento de su estudio, Zoetrope. Quizá se sintiera como el chico de la foto, y fuera su particular funeral de sombras. Su ingenio expresivo se despliega tanto en su banda de sonido (cómo usa el vaciado, la supresión de sonidos de ambiente para destacar unos específicos sonidos, o diálogos, remarcando ese desajuste con el entorno, o cómo utiliza los sonidos como flashbacks: las risas cuando eran niños o los gritos de discusión de los padres cuando se separaron), como en la composición de los encuadres (con la interrelación de las figuras u objetos en diferentes términos del encuadre), los apuntes de color (los peces de Siam, la ilusión que se vio desteñida por lo real) o los movimientos de cámara, como el extraordinario que parte del cadáver de el chico de la moto, para mostrar a los diferentes personajes secundarios (el padre, Patty, Smokey...) que se acercan a ver qué ha ocurrido, hasta la sombra de Rusty que se aleja con la moto, como si ya fuera la sombra que era realmente su hermano tras la idealización que él proyecta sobre el chico de la moto, esa realeza en el exilio que, por su percepción aguda dañada, percibía la realidad en blanco y negro con el sonido rebajado de una televisión.

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