Hay películas que parecen confeccionadas, ajustadas a unos patrones y modelos de situaciones y conflictos, de caracterización de personajes, es decir, a una tipología y unas pautas en las que se encajan, o incluso con las que juegan. Las hay, en cambio, que se desmarcan de, y hasta driblan, cualquier coordenada dramatúrgíca establecida, como si fueran una especie de free jazz; por eso respiran vida, porque captan, valga la paradoja, su escurridiza, elusiva, movediza y variable condición. Por eso, sorprenden. Es como el relato que intenta dotar de sentido a la vida dentro de unos márgenes donde todo está en su sitio, bien vertebrado, pero se topa con que hay fugas de agua imprevistas, que nunca cesan, y no se sabe por qué en muchas ocasiones. Ella, yo y el otro (Cesar et Rosalie, 1972), de Claude Sautet, pertenece al segundo caso. Es como la variante free jazz del melodrama. Tenemos las figuras tipo, las convenciones del género, la irrupción del pasado, la irrupción del otro (del tercero en discordia) pero, progresivamente, a medida que avanza la narración, cada vez será más imprevisible cuál será el giro de la narración, esto es, de la conducta o reacciones de los personajes y, por tanto, de la configuración del escenario de su vida.
Quien reaparece es David (Sami Frey), dibujante, después de vivir cinco años en el extranjero. Amó a Rosalie (Romy Schneider), pero optó por darse a la fuga, escurridizo como es él, por lo que Rosalie se casó con otro, Antoine (Umberto Orsini), pintor, quien está convencido de que ella lo tomó como sustituto (la parecida dedicación de ambos pareciera corroborar el reemplazo de un trazo afectivo, como si el recuerdo yaciera en el mismo trazo). Pero esa relación no funcionó (quizá por esa misma condición de eco), y ahora, en el presente, ella convive con Cesar (Yves Montand), cuyo escenario de vida no puede ser más diferente, como si se hubiera intentado extraer cualquier huella de reminiscencia. Su negocio es la chatarra (como si los trazos de la imaginación se hubieran avenido con la concepción de lo real como suma de residuos; la ilusión romántica deja lugar al realismo de la vida como deterioro inevitable). Cesar es el prototipo de hombre emprendedor, con un negocio viento en popa, que domina. Organiza, controla, todos los escenarios (incluida, la boda de las secuencias iniciales), incluso como animador con su carácter exuberante, dicharachero. Incógnita que irrumpe con la reaparición corporal de una sombra del pasado que parecía ya ausencia irremisible: ¿Cómo afronta o encaja e integra en su ecosistema emocional Rosalie la reaparición de un hombre que amó, pero que desapareció, y ahora retorna, según declara, aún amándola? ¿Y, por añadidura, cómo afronta o encaja e integra en su ecosistema emocional Cesar esa intrusión?
Por eso, Cesar recurrirá a cualquier estrategia o medio para atornillar las circunstancias y a quienes habitan/comparten su escenario (implique que David quede fuera del escenario o le integre como recurso para conseguir que ella permanezca en el escenario). Control: Cesar piensa y siente que el escenario es suyo. Ya esa misma noche la busca enfebrecidamente. En primera instancia, intentará conseguir que David abandone el escenario, y desista de sus propósitos, como un actor que abandona la escena, haciendo uso de persuasivas mentiras (Rosalie está embarazada y tienen previsto casarse, (confecciona un relato de vida que es el relato de su deseo como un muro que inercepte intrusiones). Cuando ella decide dejarle porque no le han gustado esas mentiras, ya que no es suya, una mera extensión de su deseo y necesidad, esto es, de su voluntad, la reacción de Cesar será la de la furia y el despecho, la reacción violenta que intenta imponerse de modo desesperado. Pasado el tiempo, recapacitará y recurrirá a otra estrategia para recuperarla. Optará por la presentación escénica razonable, comprensiva y generosa, la que no sabe de presiones sino de humildad. Pero no será suficiente, ya que aunque se reconcilien, en la mente de Rosalie queda presenta la reminiscencia de una sombra del pasado que ha sido ya cuerpo presente. Por eso, Cesar optará por una nueva estrategia que implica introducir al tercero en discordia en el escenario, porque le parece que el modo de calmar las brasas de ese fuera de campo en una Rosalie presente, pero de mente ausente, es traer al fuera de campo, David, para que sea parte integrante del mismo escenario. De repente, son tres, pero casi parece que son más bien dos, ellos, David y Cesar, por su amistad cada vez más afirmada. El relato, por ello, en su último movedizo y sinuoso tramo, responde a esa desesperada actitud de Cesar de intentar encajar las piezas de algún modo, de cualquier modo, para que parezca que todo está en su sitio, que no hay fugas, que no habrá reapariciones y desapariciones, cuerpos presentes con mentes ausentes. En suma, atornillar el agua. Por eso, el fin no puede ser una conclusión, un desenlace, como el de los relatos más ortodoxos, sino un capítulo más, una reaparición, la de ella, año y medio después, que no por ello implicará que el escenario de las relaciones se estabilizará. La incógnita y variabilidad seguirá siendo su condición definitoria. Al agua no le gusta que la enjaulen ni atornillen.
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