Los golpes que te da la vida, los golpes que sabes encajar. El dominio de un espacio, un cuadrilátero, como prueba de tu valor, o como trono emblemático del logro del éxito, o espejo de esa áspera lid que está más allá de espacio acotado por unas cuerdas e iluminado por unos focos, en las invisibles sombras que, por un instante, se pueden exorcizar o descargar, aunque sea una mera ilusión. O quizás sientas que dominas tu vida como dominas el cuadrilátero. O quizás sea sólo el reflejo de tu aspiración a realizarte en aquello que te entusiasma, el mero trabajo bien hecho, y para lo que hay que pelear duramente, para poder encontrar tu hueco, en un inclemente mundo. Son diversas las películas que han retratado el mundo del boxeo como metáfora de la vida o la sociedad, incidiendo en algunos de estos aspectos. No fue fácil poner en marcha el proyecto de Million dollar baby (2004). Paul Haggis, autor del guion, inspirado en Rope burns: stories from de corner, de F.X Toole, tardó cuatro años en venderlo, pero aún así quedaría aparcado porque los Estudios no mostraba mucha disposición para financiarlo. Incluso Warner rechazó ocuparse del presupuesto de 30 millones planteado por Eastwood, quien consiguió que el productor Tom Rosenberg, y su productora Lakeshore, aportara la mitad. Eastwood realiza una punzante parábola, en la que el cuadrilátero se encarna en sangrante reflejo de una sociedad que no valora la generosidad, la entrega, la carencia de doblez, el ir siempre de frente, como hace fuera y dentro del ring Maggie, la boxeadora encarnada por Hillary Swank, y así se ha llevado tantos golpes en la vida, pero no ceja en su actitud. Su pasión, su entusiasmo, es el boxeo. No ansía el éxito en sí, ser la mejor (aquello que más se valora en el escenario de esta sociedad de inclemente competitivo cuadrilátero). El boxeo es su dedicación, aquella en la que realizar su afán de superación, como impulso de su propia vida, en la que aún vive en los márgenes de la precariedad, como camarera, cogiendo sobras de los platos que dejan los clientes, para poder ella alimentarse.
Su trampolín, gracias a su insistencia y perseverancia, será factible gracias a la relación que establece con un entrenador, Frankie (Clint Eastwood), pese a la persistente reticencia inicial de este, y su ayudante, Eddie (Morgan Freeman), porque afinarán su potencial para dominar el cuadrilátero, y es así, porque es quien tiene más talento, además de disfrutar con su trabajo. No quiere ganar por el medio que sea, ser la número uno ante todo, pero la vida, o el cuadrilátero (dentro y fuera), le volverá a demostrar que la ruindad parece que siempre triunfa, porque no se detiene en sus escrúpulos, y no importa la lid justa, sino el interés, la codicia, o la ambición. Cualquier medio es lícito da igual lo rastrero que sea. Un golpe traicionero de su rival, enrabietada porque va perdiendo, tras que suene el gong de fin de asalto será determinante para que caiga y se golpee el cuello contra una banqueta. Y lo peor es que las consecuencias son fatales, quedando impedida para toda su vida. En paralelo a ese combate con el que aspira al título, con tan funesta conclusión, en el gimnasio uno de los boxeadores, Berry (Anthony Mackie), quien no dejaba de reírse del ingenuo Danger, por carecer de las capacidad ni del físico para ser boxeador, le humilla dándole una paliza en el cuadrilátero. Aunque Eddie le dé una lección a Berry, Danger desaparecerá, confrontado con la materia de la realidad apalizando sus ilusiones (da igual lo ilusorias que fueran).
Eastwood radiografía y desentraña las ominosas sombras de un sistema social, aquel que predomina en nuestra sociedad capitalista, a las que dota de cuerpo, presencia, en un prodigioso tratamiento lumínico, tenebrosas tinieblas que exploró en las previas Bird (1988) y Sin perdón (1992), otras dos de sus grandes obras, y en las que reincidirá en la también magnífica El intercambio, 2008). Como contraste, el rayo de luz lo crea ese verdadero afecto entre los tres personajes protagonistas, cual familia disfuncional, porque entre ellos hay auténtico cariño. Frankie lleva años intentando restaurar la relación con su hija, pero todas las cartas que envía le son devueltas. Reiteradamente alude al sacerdote, pero éste ante todo muestra cansancio por su sarcasmo irreverente. Maggie dispone de una familia, en particular, su madre, que es más bien una suma de ave de rapiñas. Incluso, cuando ella está impedida en su cama del hospital no dudan en intentar que firme unos papeles que posibiliten que ellos disfruten del dinero ganado por ella. Familia y religión, instituciones con sus inconsistencias e ineficacia. El hogar de Eddie es ese gimnasio, en una de cuyas habitaciones duerme. Fue boxeador que quedó ciego en el último combate que celebró, circunstancia que se convirtió en astilla para Frankie quien no consiguió detener el combate antes de lo irreparable. La templanza de Eddie compensa el talante gruñón de Frankie, quien desde entonces se muestra remiso a guiar a sus boxeadores hasta los combates decisivos que les proporcionen títulos porque teme que se repita la desgracia. Es el caso con Willie (Mike Colter), quien tras dejarle por no concertar esos combates precisamente ganará el título de su peso con otro manager.
Es en una escena entre Frankie y Eddie, en el camerino del gimnasio, esculpida por las penumbras que se ciernen sobre ellos como losas, donde se rasga ese doloroso grito de impotencia. Frankie no sabe qué hacer, se siente culpable por haber sido él, al haber aceptado entrenarla, quien ha propiciado el fatal accidente. Si se hubiera negado a su persistente petición de que la entrenara ahora no estaría inmovilizada de cuerpo entero, y pidiéndole, como remate, que le haga el favor de acabar con su vida, (porque incluso, por su inmovilidad, le han tenido que amputar una pierna). La realidad no ha dejado de ratificar sus temores, su actitud reticente durante años. Pero Eddie le convence de que las cosas no son así, puede que ese dolor lo arrastre por largo tiempo, y ya no sea el mismo, y se pierda (como así será ya que desaparece y no retorna tras realizar la eutanasia), pero Frankie lo que ha hecho es posibilitar que alguien, Maggie, aunque sea por un breve lapso de tiempo, haya realizado sus ilusiones, ha visto mundo y ganado múltiples combates, y eso lo logra muy poca gente. Ha sido la generosidad de Frankie la que la ha dado la posibilidad de disfrutar de esa alegría, de sentirse en el centro de la vida, la ha impulsado. Por eso, si ella le pide que la desconecte de su aparato, acceder, y realizar ese gesto, no tiene que verlo como un reflejo de que él es el fatal responsable de haberla abocado en esa situación, o no intervenir y mantenerse al margen, como le recomienda el sacerdote a Frankie (otro ejemplo de la inefectividad de la religión), sino como un reflejo de que él, generosamente, le ha dado la vida posibilitando que realizara sus ilusiones propulsándola de su vida hasta entonces inmovilizada en sus precarias circunstancias, y que ahora le dará la vida liberándola de su irreversible inmovilidad física, aunque paradójicamente, sea matándola. Es un gesto consecuente con el verdadero afecto que ha creado con ella, como si uno y otro hubieran realizado el cercano y cálido afecto que no han encontrado en aquellos con los que comparten lazos de sangre, como Frankie con su hija, y Maggie con su familia. Al fin y al cabo, es lo que quería decir la palabra Mo Coushlie que resalta en la bata de boxeo que Frankie le regala a Maggie, Mi querida. Aunque parezca que la doblez y la mezquindad dominen el cuadrilatero de boxeo y de la vida, siempre, al menos, quedará ciertos gestos generosos y entregados. Quien reaparece es Danger, prosigue con su ilusión aunque sepa que nunca podrá materializar su sueño en un cuadrilátero. Pero es su ilusión. Mientras, en el plano final, Frankie es una figura borrosa tras el cristal en el bar donde había comido una tarta junto a Maggie. Fue cuestionado por tal final demoledor, por no concluir con un reconstituyente triunfo del personaje de Maggie, quien en vez de suicidarse, podría haber tenido una conclusión de cariz ejemplar, podría haber llegado a ser profesora o manager de boxeo. Eastwood, con concisa contundencia, contestó que era una película sobre el sueño americano. En suma, sobre sus turbias sombras. Million dollar baby (2004), junto a la previa Mystic river (2003) o la posterior Cartas de Iwo Jima (2007), es una de las obras que ejemplifican ese estado de gracia que alcanzó el cine de Clint Eastwood, nunca complaciente sino, como pocos, arañando en las inconsistencias de la sociedad o la naturaleza humana. Como en su obra, conjuga una acerada crítica social con una depuración emocional proverbial. El trabajo fotográfico de Tom Stern es un portento. Pocos cineastas en el cine actual han trabajado las sombras, la oscuridad visual, tan afinada y significativamente,.
El tratamiento de algo tan terrible como es la eutanasia en esta película es modélico. Ése mismo año, se estrena 'Mar adentro' que elige la demagogia (en esa película también sale un cura, tetrapléjico para más sutileza) para justificar un hecho que Eastwood muestra en toda su crudeza.
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