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sábado, 14 de marzo de 2020

Daddy nostalgie

Daddy (Dirk Bogarde) vive la prorroga de una desaparición inminente, la de una muerte anunciada. A su hija, Caroline (Jane Birkin) hay momentos en los que le gustaría no ser ella misma, desaparecer de su propia vida. Miche (Odette Laure), la madre, se siente zarandeada entre dos corrientes, que a veces la encuentran y a veces la rechazan, una figura que se siente difuminada mientras intenta aún de dotar de sentido a la vida con la ilusión de que hay un timón que poder utilizar y con el que enderezar el rumbo (como el crucifijo al que se agarra como un clavo ardiendo). Daddy nostalgie (1990), de Bertrand Tavernier, fluctúa entre dos direcciones emocionales que colisionan, entre el aparentar que se vive y el sentir las ganas de vivir. Caroline admira de su padre su capacidad de degustar la vida. Pese a que doce grapas extraídas de su pecho son la huella de que la vida ya ha empezado a fugarse de su cuerpo, aún transpira esas ganas, que palpita aún en su forma de evocar el pretérito, porque su vida ya es pasado, y esa consciencia asoma en los resquicios de su, en ocasiones, mirada ausente, distraída, que ya navega en otros tiempos, como quien repasa la representación de la que empieza a escuchar los aplausos de despedida.
Esa poética, exquisita poética, la los resquicios que se van sedimentando en el lecho del río, como un aluvión, es la poesía de las grietas invisibles, que desgarra las serenas imágenes, como un grito silenciado. Así la muerte será en off, en una elipsis; ocurre de repente; hace un momento estaba, llamaba para saber cómo estaba su hija, y decirle cómo la quiere, y en otro, ya no está, ya ha desaparecido, por mucho que él haya protestado, con su sonrisa irónica, por tener que dejar ese escenario de la vida, y sobre todo que la vida siga sin él. Hay una quietud engañosa en el cine de Tavernier, unos remolinos de los que se advierten sólo leves vibraciones en la superficie, pero que son como lacerantes heridas, que resplandecen entre reflejos en obras tan extraordinarias como El relojero de Saint Paul (1975) o Un domingo en el campo (1983). Como aquellas transiciones líricas de imágenes de paisajes, acompañadas de los poemas recitados por la voz en off del protagonista, de Hoy empieza todo (1999), fugas liberadoras de sus sinsabores como enseñante, que aquí encuentran su correspondencia en esa voz indefinida que, en tercera persona, salpica ciertas transiciones, como fragmentos de un relato sobre Caroline, ella escritora, que también remarca la distancia de la propia Caroline con su vida.
Daddy se despide de la vida, mientras Caroline siente que la vida le ha despedido. A ambos les cubre la mortaja de la nostalgia, aunque con matices que los diferencia. Caroline siente que no vive. Su madre lo dice, ya parece que no sonríe. Aunque aún lo haga de vez en cuando, ahora se encrespa mucho más, se irrita y molesta cada dos por tres. Como quien no está conforme con lo que vive, con los restos de un naufragio, el de una relación rota, el de una vida en la que siente que ha encallado, en la que no logra encontrar de nuevo las ganas de vivir, de dejar de ser apariencia. Se siente como aquella niña que se desplazaba, entre cuerpos sin rostro, en aquellas fiestas que celebraban sus padres, como una figura aparte, como una sombra errante de la que nadie se percataba. Unos bellos flashbacks que puntúan la narración, grietas que van creciendo, que se hacen superficie a medida que el relato se desarrolla, porque es un pasado que es presente, del que no se puede liberar, como si fuera una sensación, un habitar el mundo del que sigue siendo cautiva, y el presente, el sentirse presente, eso que representa y exuda su padre, esa figura que ama pero que a la vez es una figura que quizá no le dio todo lo que hubiera anhelado, ausente para ella, ese saber vivir que aún vibra en los gestos de su padre, en esa serenidad que oculta un dolor que se ha sedimentado como visitante permanente en su cuerpo, ese anhelo de vivir va a desaparecer, su cuerpo dejará de existir, su presencia será definitiva ausencia, como siente que ya es su vida, que empieza a resquebrajarse entre las apariencias del presente y las emanaciones de un pasado que también empieza a desaparecer, porque quizá nunca logró cuajar. Como la bellísima Alrededor de la medianoche (1986), es otra obra que gira alrededor de la muerte, otro cálido y doliente canto de vida modulado con la serenidad de quien sabe que las contorsiones son la negación de la asunción de una derrota inevitable, y que a veces es difícil desprenderse de la sensación de que somos fantasmas que aún no hemos conseguido dotarnos de cuerpo.

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