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lunes, 16 de marzo de 2020

Un condenado a muerte ha escapado

Un condenado a muerte ha escapado (A condamné a mort s’est echappe, 1956), comienza con una llamativa y rotunda afirmación por parte del propio Robert Bresson: Está inspirada en un hecho real, y se nos va a narrar tal como fue. Lo que vamos a presenciar es lo que fue. Como si se fuera a reflejar lo real, la experiencia, del modo más fidedigno. Otro detalle llama la atención, el periplo que vive Fontaine (Francois Leterrier), tras que sea encarcelado en 1943 por las autoridades alemanas, nos es narrado en off por su voz. Como si lo representado fuera la transposición de una experiencia interior, lo que dota a la narración de una condición paradójica. Pero, a la vez, el efecto que crea no es que sea el yo el que narra sino un él, como si asistiéramos a una narración flexiva, sostenida sobre el se. Una impresión, o efecto, por la extrañación que suscita la redundancia, en ocasiones, de lo relatado o anticipado por la voz con respecto a lo que ya vemos: Por ejemplo, en una carta que recibe pone coraje, y su voz al mismo tiempo lo dice. Pero este recurso, en este caso, ejerce un efecto no de redundancia estéril sino de intermediación, una distancia que, paradójicamente, propicia el que nos integremos y sumerjamos en la experiencia, que no sólo es concreta, física, sino que adquiere unas resonancias alegóricas, abstractas. La fisicidad que destila la minuciosa descripción de las acciones que realiza Fontaine a la vez que parecer imbuidas de una condición documental va adquiriendo una dimensión transcendental, las acciones llegan a ser La Acción en sí misma. Se conjuga el registro de la acción física, detallada, con la transcendencia simbólica del gesto. Lo que es no es sólo la acción material sino también lo que representa. Es una prisión, y un prisionero, pero es también la prisión y el prisionero. Es un yo singular y una representación.
La determinación por fugarse, antes y después de que sea condenado a muerte es la determinación del que quiere liberarse de un estado de opresión que ha coartado su libertad, disponer ya de ese fuera de campo cuya privación refleja su falta de libertad, recluido en su celda, en el mismo espacio del encuadre. Ejemplos al respecto: en la primera secuencia que es trasladado a prisión en coche, en un momento dado realiza un intento de fuga saliendo del coche; pero no vemos cómo le atrapan, sino que el encuadre se mantiene en el interior del coche hasta que lo vuelven a introducir en el mismo. En su estancia en la prisión, los rostros de los guardas nunca se definen, casi siempre en fuera de campo o indefinidas figuras en el encuadre; el signo más evidente de su condena, de su amenaza y represión, los fusilamientos, siempre se escuchan en off (sostenidos los planos sobre el rostro de Fontaine que los escucha tras los barrotes de su celda).
Los constantes fundidos en negro, a veces abruptos cierres de las secuencias, abundan en la sensación de discontinuidad, de vida interrumpida, que se contrarresta con su férrea determinación, con su pormenorizada dedicación a manipular, limar o cortar los elementos materiales de su espacio (unos contornos que se reutilizan para configurar la brecha que posibilite su transgresión), para poder tejer su fuga, que es tejer su propio destino pese a la adversidad, ya que subyace en este periplo simbólico la interrogante sobre qué rige la vida, si la aleatoriedad o un destino marcado (una voluntad trascendente), del mismo modo que la determinación de su voluntad se enfrenta a la voluntad que intenta determinar su destino. Si te ayudas, el destino te ayudará, porque el viento no sabes de dónde, o cuándo, viene. La vida puede estar condicionada por voluntades ajenas, como por un incierto destino trascendente, o quizás ser aleatoria, pero la voluntad firme es la única que puede desafiar a los límites impuestos.
Fontaine decidirá realizar su fuga en la noche junto a su nuevo compañero de celda, Francois Jost (Charles Le Clainche), a través del cual se corporeiza otra línea narrativa, ya planteada en secuencias anteriores, la de la confianza en el otro en un espacio donde la amenaza de la traición alienta la suspicacia, ¿quién es el que está al lado mío?¿con quién comparto mi encuadre restringido de vida, es afín o intruso?: la confianza propicia la colaboración que, como Fontaine reconocerá, se revelará crucial, sin ella no hubiera podido fugarse. Hasta la secuencia de la evasión el espacio domina la narración, el confinamiento, la relación con lo presente y lo ausente, lo manifiesto o lo no visible. El tiempo es elíptico, sintético, repetición y procedimientos. Con la fuga el tiempo adquiere fundamental relevancia, acorde a la recuperación del dominio de la circulación de la vida, hasta entonces detenida. El tiempo se dilata, como una vida que pugna por renacer. Por eso, se palpa el tiempo en la dilatada secuencia que describe su fuga en la noche, un portento de precisión narrativa, de hechos y acciones físicas, desarrolladas en un espacio que asemeja un laberinto, una sucesión de pruebas a superar, hasta llegar a la realización final, la transcendencia de la liberación, el logro de la Tarea esforzada y determinada del héroe que se ha mantenido firme en su voluntad.

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