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jueves, 26 de marzo de 2020

Los compañeros

La acción dramática de Los compañeros (I compagni, 1963), de Mario Monicelli, transcurre a finales del siglo XIX, en Turín, pero lo que pone en cuestión no deja de estar candente un siglo después, con las variaciones que haya habido, algunas como mejoras, otras meros maquillajes, con respecto a la lucha por los derechos del trabajador. Y pocas lo han planteado con tal rigor. Hay alguna otra parangonable en logros, como la reinvidicable Odio en las entrañas (1970), de Martin Ritt, que incide en otros ángulos (la infiltración en los grupos organizados obreros), o El desertor (1933), de Vselovod Pudovkin, con la que coincide en ciertos aspectos: la dificultad de mantener la resistencia en el pulso con los empresarios, por las precariedad en la que se ven sumidos (falta de alimentos etc), y la figura inspiradora y guía del ideólogo, el profesor Sinigaglia (Marcello Mastroiani), en permanente huida ( perseguido por las autoridades, llega desde Genova), y cuya caracterización (barba, gafas, atuendo) fue asociada (suspicazmente) con el prototipo de radical bolchevique. Monicelli fue socialista, y después comunista, y reconoció la influencia marxista en su planteamiento, como en declaraciones previas a su suicidio en 2015, expresó que la lucha de clases aún existe. Era entonces necesario, pero también ahora, un planteamiento combativo sobre los derechos de los trabajadores y la unión solidaria, resistente y perseverante, para conseguir transformar un estado de cosas injusto, este esclavismo corporativo que no es sino una variación de unas condiciones de explotación establecidas en el siglo XIX.
Los compañeros, con un magnífico guión de Monicelli, Age & Scarpelli, que dota de singularidad, aunque sea por su presencia, a múltiples personajes, y una exquisita y formidable dirección de fotografía de Giusepe Rotunno (cuyas composiciones parecen grabados nublados), es una obra combativa planteada con sumo rigor, transitando los difusos límites entre el drama y la comedia, rehuyendo la severidad o afectación, lo estetizante, o el grito del excesivo énfasis como en La huelga (1925), de Serguei Eisenstein, lo que derivaba en reduccionismos rudimentarios y el trazo grueso. Monicelli transita lo grotesco con suma sutilidad, con equilibrada distancia, y su lirismo es quedo, como si la emoción, de modo permanente, estuviera en un estado aterido, como la ambientación, entre el barro y la nieve, entre lo mugriento y lo depauperado ( sin nunca remarcarlo, sino haciéndolo contexto).
En el primer tramo Monicelli narra los movimientos de un hábito, de una rutina (con ingeniosos detalles que nos ponen en situación, como el adolescente Homero quebrando el hielo de la jarra para poder lavarse), el despertar a las cinco y media para dirigirse a la fábrica textil donde comienzan a las 6 su jornada laboral de catorce horas, con mera media hora de descanso para comer. Hasta que la rutina (el automatismo) se quiebra, como el hielo, con el accidente que sufre uno de los trabajadores cuando su brazo queda atrapado en una de las máquinas ( lo que determinará que pierda la mano). Este hecho propiciará el despertar, en algunos de los trabajadores, de la consciencia de su precaria e injustas condiciones laborales y de que pueden, y deben, reclamar unos derechos, en vez de asumir resignadamente su situación como una circunstancia inamovible e inapelable. Esa consciencia, progresivamente, se extenderá al resto, a medida que también sean conscientes de que la unión hace la fuerza. Pero su emoción, su deseo, necesita articularse. Su emoción, su deseo, es como la equis con la que muchos firman, es un grito que no sabe hacerse inteligible, del mismo modo que, por ley, si no firman con su nombre no podrán votar, conseguir que su voluntad quede constada. Por eso, su primer intento de oposición no fructificará, cuando deciden que uno de los trabajadores haga sonar la sirena de finalización de jornada, una hora antes, y así detener las máquinas, y marcharse todos juntos, pero no logran organizarse con la determinación y precisión necesaria, y dejan solo ante el peligro al que hace sonar la sirena, lo que determina la consiguiente suspensión y amonestación. No saben pasar de un ruido que no conforma un sonido articulado, son una sirena que suena sin que logre significar nada.
La imprevista llegada del profesor Sinigaglia, logrará articular y dotar de discurso sus propósitos y demandas. Aún más les incentivará a que las amplifiquen, a que no sean tímidos con la reclamación de derechos, como si estuvieran pidiendo perdón por sus justas reclamaciones. Sinigaglia, por tanto, les aporta la firmeza de la constancia, que debe dejar de lado los sentimentalismos, como cuando uno de los trabajadores les avisa de que él sí acudirá al trabajo; pero su firmeza se desploma cuando toman constancia, tras tirar la puerta debajo de su chabola, la miseria en la que vive él y su familia, con numerosos hijos: Ironía dolorosa, cuando ese trabajador acuda solo a la fábrica los empresarios le exigirán que abandone la fábrica e, incluso, será detenido cuando se niegue. Esa firme determinación de Sinigaglia no evitará que en cierto momento sea acusado de insensibilidad (como si sólo le importara el objetivo, indiferente a lo que padecen los trabajadores). Así será durante el velatorio de uno de ellos, arrollado por un tren en el enfrentamiento en la estación con los esquiroles que han sido llamados por los empresarios. Es cuestionado por Raúl (Renato Salvatori) por manifestar su alegría ante el hecho de que las autoridades hayan impedido que los esquiroles ocupen sus puestos. Su reconciliación, cuando Raúl sea consciente de cómo es Sinigaglia, alguien tan implicado en conseguir las mejoras para otro que superpone la alegría por el éxito que beneficia a todos aunque lo exprese en un momento poco oportuno, se producirá, en una magnífica secuencia, ambos en la cama de Raúl (ya que al ser soltero Raúl le han adjudicado que le acoja).
Hermosa es también la complicidad, de compañerismo, que se crea entre Sinigaglia y Niobe (Annie Girardot), estigmatizada por su padre por haber preferido ser (o degradarse como) prostituta antes que degradarse, y embrutecerse, con el trabajo en la fábrica. La degradación es cuestión de perspectiva, y a ella le asombra, y cautiva, que Sinigaglia, no sólo no la desprecie sino que la apoye. Con su lucha también espera que las mujeres no tengan que recurrir a la prostitución como única de opción de 'protesta' ante una explotación. Dolientemente hermoso ( por su hiriente elocuencia) es también otro detalle. Si en la primera secuencia somos testigos del despertar del joven Homero, en la secuencia final del enfrentamiento con los soldados apostados ante la verja de la fábrica, Homero será la única víctima de los disparos. Pero la odisea de la lucha proseguirá, aunque Sinigaglia sea detenido (ya desde la cárcel sigue guiando, y están decididos a votarle como su representante político para que sea liberado), Raúl tenga que huir a su vez a otra ciudad, y el hermano pequeño de Homero ocupe el puesto de éste en la fábrica (sobre la verja que cruzan, de nuevo, para reintegrarse en su rutina laboral se superpone la palabra fin). Algún día se romperá el círculo viciado de la explotación del trabajador. ‎

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