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miércoles, 11 de marzo de 2020

Hasta el último aliento

Un texto nos señala al inicio de Hasta el último aliento (Le deuxieme soufflé, 1966), de Jean Pierre Melville (que adapta junto a Jose Giovanni su homónima novela), cómo es de necesario elegir el propio modo de morir, pero si esta decisión contiene un desprecio hacia la vida, con esa actitud se evidencia la ridícula condición de esa vida. En el cine de Melville, por trágicos que fueran sus mimbres, o los destinos a los que parecían abocados sus protagonistas, siempre palpitaba el irredento aliento de la integridad, el gesto insumiso aunque fuera fatal (se podría establecer cierto vínculo con el aliento peckinpahniano aunque él de este fuera más epidérmico y visceral, mientras que la aspereza, tampoco exenta de lirismo, en Melville, era más cortante, más severa y espectral: cuerpos en un mundo sonámbulo que parece una prisión). Gustave (estupendo Lino Ventura) no ceja de luchar hasta el último aliento por su vida, y sin dejar de mantener el aliento de la lealtad y el gesto digno. Nos lo presentan como un cuerpo en fuga. En la primera secuencia huye de la cárcel (ya queda señalado como la fatal accidentalidad es una permanente espada de Damocles: uno de los fugitivos al saltar al muro que les separa de la libertad se precipita en el vacío). La vida constituida por muros que superar. Antes de huir del país, ya que carece de dinero para poder establecerse en otro lugar, decide unirse a una banda dispuesta a realizar un atraco a un furgón. Otro muro que sortear. Esas imágenes iniciales están dominadas por una gélida grisura (cortesía de Marcel Combes) que en sí evidencian una prisión no visible que se extiende en la narración como el aliento que no logra expelerse y queda superpuesto como un cepo.
Gustave es recomendado para el trabajo del atraco por su amigo Orloff (Pierre Zimmer), a quien le habían ofrecido participar en el mismo, pero se lo cede a su amigo. Orloff es un personaje no carente de distinción, no sólo por su porte elegante, que tiene algo de antecedente de Delon en 'El silencio de un hombre; su amistad, un oasis en un entorno definido por la corrupción, la crueldad y la desconfianza. Gustave será apresado por una treta de la sombra que le persigue, el sardónico inspector Blot (Paul Meurisse), pero vuelve a huir. Y aunque suponga un riesgo para su vida (a la vez que evita que lo padezca su amigo Orloff ) toma la decisión de enfrentarse enfrenta a aquellos que pensaron que había traicionado a sus compañeros de atraco.
Precisamente, la excelente secuencia del atraco es una muestra, una vez más, del singular talento de Melville: La medida modulación de su proceso, primero de la espera paciente, después de su ejecución, en un paisaje árido, agreste (como lo que palpita en este entorno de almas deshabitadas), con resonancias del western. La admiración de Melville por ese género se revela, en su fisicidad ritual, en la brillante secuencia del enfrentamiento final. Y atraviesa la narración con ese talante de forajidos en tierra inhóspita aunque vayan ataviados con sombreros y gabanes o gabardinas, en un duelo implícito entre ley y justicia, integridad y corrupción, donde la violencia la aplican sin escrúpulos en sus actitudes y acciones tanto los que están fuera como dentro de la ley. Y siempre, como frágil basamento, esa concepción trágica del destino o azar (Gustave muere disparando a través de unos barrotes: no había conseguido materializar por completo la fuga), aunque surcada por un vigoroso aliento disidente que desemboca en un contenido y doliente lirismo.

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