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lunes, 15 de junio de 2015

Tío Vania en la calle 42

'El tío Vania' (1899), de Anton Chejov no acontece en Rusia, ni en una hacienda rural, ni a finales del siglo XIX, sino en un escenario deteriorado. Y no tiene tiempo, porque acontece en todos los tiempos, incluso en 1994 cuando se rodó 'Tío Vanía en la calle 42', de Louis Malle, adaptada la obra por David Mamet. Es un escenario deteriorado, porque así sienten que es su vida casi todos los personajes de la obra teatral. Es un escenario porque resulta difícil delimitar la separación entre vida y representación. Está deteriorado, porque los personajes toman consciencia, y ese es el núcleo, el instante de colisión de la obra, de que el curso del tiempo, su discurrir más que transcurrir, les ha enfrentado con la decepción. Su vida no ha progresado, ni se ha realizado, sino que se ha deteriorado. Lo que se soñó se ha revelado ruina, brasa, fraude y espectro. Hay quienes invirtieron su vida, y también su dinero, subordinándola a otros, a quien admiran, a quien pensaban que era una persona excepcional, pero no lo es, incluso todo lo contrario. No hay singularidad ni talento ni distinción en Seriabrikov (George Gaynes), ya un profesor retirado que no fue lo que parecía prometer llegar a ser, lo que los demás pensaban que sería, lo que él mismo piensa que es, porque no mira alrededor, arrogante, autosuficiente, alguien para quien los otros son satélites que le sirven, figuras borrosas que ejercen de complemento. El universo de su hija, Sonia (Brooke Smith) y de Vania (Wallace Shawn), el hermano de la que fue su primera esposa, se ha supeditado a él, han entregado su vida, y ahora décadas después toman consciencia, en especial Vania, de que la han desperdiciado. Seriabrikov era un sol falso, un sol que abrasaba, y absorbía las vidas alrededor, un espejismo, un fuego fatuo, de lo que también tomó consciencia su joven segunda esposa, Yelena (Julianne Moore). Y Seriabrikov retorna después de las décadas y pretenden demoler de un brochazo las vidas que han sido construidas arduamente, sacrificadas además para él. Quiere vender esa hacienda para construir su particular parcela, aparte del resto del mundo, indiferente a las consecuencias de su decisión en la vida de los demás, en la vida de los que han relegado sus aspiraciones por él.
Y el otro sol, el sol de Yelena, el sol que fascina y cautiva a otros como Vania, o el doctor Astrov (Larry Pine), el sol que se aburre con su existencia, porque es una inexistencia, hastío, no vida, precipitación en una sucesión de nadas, pero para otros es el sueño y promesa de un todo, como el doctor Astrov también lo es para Sonia. Y nadie, nadie, habita la plenitud, ni la roza, sólo la admira en la distancia, que será siempre distancia, imposibilidad, quemadura, ruina, brasa perpetua, abocados a un deterioro inevitable cada uno con las rutinas de sus vidas, de esposa amargada, de doctor entregado a sus pacientes, o de quienes perecerán lentamente entregados a la contabilidad de los gastos e ingresos de la hacienda, criaturas cuya ilusión ha sido extirpada y que yacerán de por vida como prolongaciones de un espacio. Y esa emoción que se abrasa se hace espacio en el escenario deteriorado, ruinoso, desconchado, como piel quemada, del Teatro New Amsterdam en Nueva York, porque lo que los personajes viven no pertenece a un espacio ni a un tiempo concretos, sino a todos, es ante todo un escenario deteriorado, un escenario revelado, un deterioro que se ha hecho dolor que abrasa. Los actores y el director de escena, el actor André Gregory, caminan, en las primeras imágenes, entre otros transeúntes en la calle 42, quienes quizá, unos más que otros, se identificarían con el trance dramático de unas vidas en colisión con su deterioro y decepción. Y esos actores, y el director de escena, se disponen a realizar un ensayo ante unos ocasionales espectadores, y hablan y conversan de cuestiones diversas, cotidianas, sobre la obra misma, y de repente, como si no hubiera separación, un actor, y no es casual que sea quien interpreta a Vania, se tumba sobre un banco y ya es un personaje, y el diálogo de los actores que están a su lado ya es el primer diálogo de la obra de Chejov.
Del modo más natural como si todo perteneciera a la misma obra, o como si cada pasaje fuera un trozo de realidad, se realiza una transición que es yuxtaposición. Vivimos en un escenario, soñamos, nos hacemos una representación de la realidad, la concebimos de un modo concreto, nos entregamos a esa idea o ese diseño de vida, y quizá con el tiempo, comprendamos que era un engaño, que nos engañamos, que nos equivocamos en cómo y en qué o quién invertimos la vida, las ilusiones, nuestras dedicaciones y energías, y nuestros sueños. Tardamos quizá en comprender que el modelo no se corresponde con lo real. Soñamos, imaginamos, esperamos que algún día se cumpla la ilusión pero quizá no haya correspondencia, y nos encontremos meramente con el engaño de una vida y con la decepción de lo no posible. Malle crea, junto a sus actores en estado de gracia, como una convulsión que es pura luz, una obra orgánica que se despliega y crece y sufre contorsiones, una obra hermana de 'Fuego fatuo' (1963), su otra obra maestra, dos obras que miran de frente los abismos de lo real y de la ilusión, la consciencia de una desconexión, de una conexión que no tenía consistencia ni cimientos. Pocas veces la vida ha vibrado de tal modo, con tanta presencia, como forcejeo y sublevación, como luz que es lucidez, en un escenario y en una pantalla como en esta soberana alquimia que es, al mismo tiempo, grieta e infinito.

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