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martes, 16 de junio de 2015
White god
En 'Tannhauser', la opera de Wagner, se canta a la síntesis o unión entre el amor carnal y espiritual. En 'White god' (Feher risten, 2014), de Kornel Mundruczo,durante una representación de Tannhauser, irrumpe un ejercito de perros como una fuerza ocupante, o más bien como revolucionarios y sublevados frente al orden opresor del dios blanco (white god), el dios humano. El concierto del orden se interrumpe. En los ensayos previos para ese concierto, el director remarca su poder dictatorial, inflexible. Él rige el escenario, él sanciona, él determina. Exige a la alumna rebelde, Lili (Zsofia Psota), de trece años, que saque del aula al perro, Hagen, que se atrevió a esconder en un armario, un perro que interrumpió la clase, la música pautada, el orden, cuando salió de su escondite. Pero Lili, haciendo honor a su nombre, la feminidad sublevada que no acata imposiciones y abusos de poder, decide abandonar el aula aunque el profesor amenace con no permitir que vuelva. Lili también se enfrenta a su padre cuando este no permite que el perro viva con ellos en el periodo en el que Lili tiene que convivir con él, ya que vive habitualmente con su madre, pero no puede evitar que lo abandone, sin piedad, en mitad de la ciudad. Su padre es un hombre amargado, vaciado, que realiza un trabajo por debajo de su preparación o aptitudes. Trabaja en un matadero. Y es palpable que la separación de su esposa adquirió la condición de contienda. La presencia del perro, por tanto, se constituye en representación, transferencia, de su confrontación con su esposa. Abandonarle es reflejo de un despecho. Además, el perro adquiere también la condición simbólica de enfrentamiento o conflicto con el entorno: es una presencia molesta para algunos vecinos, que incluso llegan a avisar a las autoridades para que sea requisado. El perro es un mero instrumento, un estorbo, una mancha, una interferencia, una figura simbólica conflictiva, no importa lo que sienta, como no importa la música, sino remarcar la autoridad, y quien domina el escenario social, sea una relación de pareja, un vecindario o un aula.
En obras precedentes de Mundruczo, como 'Pleasant days' (2002) y 'Delta' (2008), aconteciera en un entorno rural o urbano, se destacaba cómo primaba en el ser humano la ponzoña de la crueldad. Sus relatos, asfixiantes, concluían con violaciones, o con asesinatos. En la secuencia inicial de la primera, la cámara se desplaza sobre las aguas de un río, del delta, envuelta en la música, como si la armonía se expandiera, pero se troca estridencia, y anuncio de muerte, cuando Mihail (Felix Lajko) entra en la casa de su madre, y se escuchan los desesperados gritos de un cerdo que va a ser sacrificado. Todo concluye, como en un callejón sin salida, en las violaciones y el crimen. La violencia como voz predominante. Los cuerpos, retenidos u ofuscados en sus deseos, o cuando se manifiestan son como una infección de pus que revienta. Los cuerpos pacíficos, como los de Mihail o su hermana Fauna, los que se expanden porque buscan conectar, aunque se magullen y tropiecen, son castigados, agredidos, incluso eliminados. La naturalidad se destierra, la desolación se hace cuerpo estéril, turbulencia y caos. Quizá por eso, en su última película, los perros, se revelan contra los humanos, como la respuesta en forma de furia apocalíptica de la propia naturaleza. Revelan esa ausencia ya de síntesis entre lo carnal y lo espiritual (sensible). El ser humano se ha convertido en una embrutecida criatura que desprecia al animal en sí mismo, su reflejo a través de los perros, para convertirse en bestias que hacen de la realidad un matadero en su relación con el entorno.
El trayecto o via crucis de Hagen, tras ser abandonado, es el trayecto de una educación para convertirse en una bestia inclemente que mate sin escrúpulos. Es el ser humano el que educa a otro animal a ser una bestia como es él. El perro sufre el peligro de ser atropellado por esas monstruosidades contaminantes que matan, cada día, a una cantidad ingente de criaturas animales, monstruosidades creadas por el ser humano que responden al nombre de coches. Como hay quien intenta matarle porque sí, porque al fin y el cabo es solo un animal, y su intrusión en su establecimiento para conseguir algo de comida solo puede ser respondida con la brutalidad. Es perseguido, con otras decenas de perros callejeros, por implacables laceros para ser llevados a refugios de animales, donde quizá con suerte sí sean adoptados. Un despreciado de la sociedad, un marginal, un indigente, lo convierte en su sometido, como si el ser humano solo fuera capaz de crear como respuesta la misma relación jerárquica que padece pero variando la posición en la ecuación. Todo es según la posición. Es capturado por los que organizan peleas callejeras de perros, y es instruido, sufriendo todo un aberrante, cruel y humillante, proceso de aprendizaje, para convertirse en una maquina de matar. Su expresión cuando contempla al perro que mata en su primera pelea es la mirada del que toma consciencia de su condición de sometido y a la vez de esbirro e instrumento enajenado, instruido para matar a sus semejantes porque solo son rivales o contrincantes, como tantos seres humanos en la selva competitiva laboral.
Hagen se convierte en una especie de Espartaco que guía a los otros perros recluidos en las jaulas del refugio de animales y realiza una limpieza de todos los humanos que han intervenido en su proceso de degradación, que han ejercido la crueldad y la violencia sobre él, los que le agredieron, intentaron someterle, e incluso matarle, y los que le instruyeron en el ejercicio de la violencia que niega al otro, que no es consciencia del otro, sino desprecio y abuso del otro. La naturaleza humana se ha convertido en un estercolero de mentes mezquinas que violan toda integridad. No hay música en el aire ni en la tierra. Las alturas desde las que se contemplan a los otros humanos, y aún más a las otras especies animales, no es la de la elevada espiritualidad sino las de la arrogancia desprovista de empatia. Se hace necesario bajar de esas alturas al ras de suelo y mirarse en el reflejo de lo que somos, criaturas animales que miran a los otros sin querer imponerse sino reconociéndose en la mirada del otro, del otro humano, de cualquier criatura animal. Esa será la manera de recuperar la música de la emoción que se ha ido degradando porque hay muchos, directores de su reducido, escenario, que ni son amantes de los animales ni de los otros humanos, a los que consideran presencias molestas y perturbadoras del propio orden y concierto ensimismado. El bellísimo plano final es uno de los más conmovedores y revulsivos que ha dado el cine. Se hace necesario aprender a ser perro en vez de querer ser dioses.
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