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sábado, 6 de junio de 2015

Hijo único

'La vida muchas veces no es lo que quisiéramos. Quien iba a imaginar que terminaría friendo costillas en Tokio'. Lo dice Osuke (Chishu Ryu) a Otsune (Choko Lida), a quien quince años antes convenció de que pagara los estudios superiores de su hijo Ryosuke, alumno entonces de Osuke, para que pudiera ser alguien en la vida. Otsune, trabajadora en una fábrica de seda, decide vender sus posesiones, decide, ya del todo, sacrificar su vida para que su hijo no sea alguien más, como ella, sino alguien que alcance una posición privilegiada en la vida. En los planos iniciales de 'Hijo único' (Hitori musuko, 1936), soberana primera obra sonora de Yasujiro Ozu, destacan unas lámparas de luz. En el primer plano, pende en el vacío, apagada. En el segundo, permanece en primer término, desenfocada, mientras varias mujeres cruzan el encuadre en dirección a su labor en la fábrica. Años después, luces, encendidas, penden en la escuela de tarde en la que imparte clases de matemáticas Ryosuke (Shinishi Himori) en Tokio. Ni la luz, al menos la material se ha logrado encender en su vida, ni en la vida de quien le instruyó, Osuke. Rysosuke se esfuerza en pedir dinero prestado cuando su madre le visita. Frente a una incineradora, en un paisaje árido, quemado por el sol, el hijo confiesa a la madre que no ha logrado ser lo que ella esperaba. Pide perdón por desilusionarla. Es uno de tantos indiferenciables habitantes que malviven en una ciudad que genera incontable basura.
Esa ausencia de vida, esa no realización, se palpa en el uso del fuera de campo y los espacios vacíos. En el cine de Ozu se haría recurso habitual el uso de planos de espacios ambientales como secuencias de transición. En 'Hijo único' resaltan como planos que evidencian ese desajuste entre plenitud y vacío, realización y fracaso, presencia y ausencia. Son versos seccionados. Una gran rueda vacía en un descampado responde a los hilos que tejió durante décadas su madre y que no parecen que dieran sus frutos. Como el desenfoque de la madre en el fondo del encuadre, tras un plano de su hijo mirando por una ventana, hacia una distancia en la que no encontró el contraplano con el que soñaba, En el horizonte, construcciones industriales, disonancias entre volúmenes distantes y vacío próximo, entre ropas que son mecidas por el viento, huellas de cuerpos de ilusiones que no se realizaron. El paso del tiempo también se hace palpable, como pocas veces en la historia del cine, con un sutil uso de las elipsis y transiciones temporales (como agua que se derrama), como también lograría en otra de sus más sublimes obras maestras, 'Había un padre' (1942).
El paso de los años, el niño que ahora es padre (ese bebé que siempre parece dormir, un plano transición que tanto arrulla como duele por contraste), la mujer que ha encanecido y cuya vista se ha deteriorado de tanto hilo que ha tejido, y la sensación de la expectativa confrontada con la decepción. Se siente entre planos, entre secuencias, esa herida abierta que se soñó como un puente. Ozu sangra, y a la vez transpira una serenidad incomparable. Los caballos no cabalgaron, sino que se quedaron perdidos en una tierra quemada. Pero entre las lágrimas cortadas, y las miradas derrumbadas, aún puede latir una luz que germina vida aunque no sea suficiente para transformar el horizonte de construcciones secas. Ryosuke aporta todo el dinero escaso que tiene para ayudar a la operación del hijo de la vecina, tras un accidente que ha sufrido, precisamente, entre caballos. Aquellas lágrimas que un niño utilizaba como táctica para conseguir sus caprichos, se hacen reales. Las emociones superan las distancias de las exigencias de quien esperaba que el otro fuera como esperaba que fuera. Ya no mira el propio escenario de sus expectativas, lo que quería que su hijo fuera, sino su pesadumbre, su herida, el forcejeo de quien sigue luchando para que su vida no se deshilache.

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