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martes, 3 de diciembre de 2013

Escrito bajo el sol

Frank Wead (John Wayne) es un cuerpo que no deja de moverse, un niño que quiere hacer de su vida una continua fiesta de cumpleaños. Es un oficial de marina que se traslada de una base naval a otra, para desesperación de su esposa, Min (Maureen O'Hara), que anhela una vida estable, y ver con asiduidad a su esposo, que parece más un cuerpo centrífugo que desaparece de escena durante largo tiempo para reaparecer fugazmente, un cuerpo que es más una pantalla, como cuando le ve junto a sus hijas en un noticiario en el cine. Wead es un cuerpo en permanente estado de agitación, un cuerpo que ansía la acción, como un pájaro que siente que el posar es como la muerte. Aún no sabe volar, aún no ha volado nunca, pero aunque esté prohibido, no se arredrará para coger un avión que aterrizará en la piscina donde sus superiores celebran una fiesta. Wead no le hace ascos a una buena pelea. La acción no es nada sin alguna rivalidad. Si no hay un ejército de otras latitudes basta con los que sean los de otro Cuerpo del ejercito, el de la aviación, como el grupo que lidera Hazard (Kenneth Tobey). Es un cuerpo que siempre mira hacia el cielo, como si llevara incorporada alas. De ahí el título original de 'Escrito bajo el sol' (1957), de John Ford, 'The wings of eagles' (las alas de las aguilas).
Pero ese cuerpo que no parece poder dejar de moverse, de pegarse con otros cuerpos, de mirar hacia otros espacios u otras alturas que surcar, cruzar u hollar, como si no hubiera límites para su ímpetu, se enfrentará a su peor pesadilla, la inmovilidad, tras quedarse paralizado a causa de una funesta caída que implica la rotura de una de sus vértebras. Pierde el 85% de su movilidad. Y el hombre que miraba hacia las alturas, que las quería hacer suyas, ahora mirará hacia abajo, postrado en una camilla. Su horizonte ya no será un firmamento que parece infinito, sino los dedos de sus pies, esos dedos que intentará que se muevan, porque el mínimo movimiento que consiga abre el horizonte de su vida, el quince por ciento de su movilidad puede expandirse, y aunque nunca se recupere del todo, logrará que no sea derrotado por el más difícil rival con el que pueda luchar, con la amargura en la que le puede dejar sumido si se deja precipitar en los abismos de la impotencia. Si en las peleas en las que se veía envuelto el dulce, el de las tartas, era el atrezzo que coloreaba ese juego de niños, ahora las sombras del crecimiento, la consciencia de la vulnerabilidad, la posibilidad de la incapacidad, se pueden tornar amargura.
Cae para empezar a crecer, se postra para alzarse como quien sabe de qué está hecha la materia de la vida, que está constituida por esos imprevistos golpes fatales, como el que ya habían sufrido con la muerte temprana de su primer hijo. Y será fundamental para propulsar su voluntad la intervención, o colaboración, de algún copiloto, como, sobremanera, Jughead (Dan Dailey), quien le anima y le incentiva y fuerza a una disciplina para que no ceje cada día de superar esa inmovilidad. Y aunque ya el cuerpo pierda su exuberante potencia, relegado a unas muletas, su mente no dejara de agitarse, de mantenerse en continúo movimiento, y comenzará a escribir. Y, tras conocer a un director de westerniano apellido, John Dodge (Ward Bond), trasunto de John Ford, se convertirá en un estimado guionista, especializado en películas de ambiente militar (entre ellas, 'No eran imprescindibles', 1945, de Ford), aunque una de las dos películas por las que fue nominado al Oscar, estuviera centrada en la actividad médica, la notable 'La ciudadela' (1938), de King Vidor, adaptación de la novela de A.J. Cronin.
El tiempo pasa, el pelo se cae (fue la única obra en la que Wayne actuó sin peluquín), las canas aparecen, y te reencuentras, quince años después con el amigo que fue fundamental entonces, Jughead, ahora taxista. Entonces fue tu guía y tu muleta anímica, centro de tu vida, luego los destinos se separan, y te lo encuentras como conductor de un taxista. Hay fidelidades, afinidades, sobre las que el tiempo no mella (aunque no sobre el cariñoso reproche por dejar en los márgenes del olvido; es lo que tienen los cuerpos con ímpetu centrífugo). Te encuentras también con la esposa que alejaste de ti cuando sentiste que tu vida se hundía, o se postraba en la carencia de horizontes. E intentas reanudar lo que nunca lograste materializar, la estabilidad que fuera raíz, residencia, lazo firme. Pero de nuevo la vida te lanza hacia otra dirección, o esa tendencia centrífuga tuya que siempre elegirá la acción, del mismo modo que el tocadiscos lanza todos los discos, como si lanzara por la borda de nuevo las aspiraciones del amor, como reflejo de la frustración que siente una vez más Min cuando el encuentro se suspende, en este caso, por la guerra. Y Wead, una vez más, se involucra con todo su cuerpo, con toda su mente, ennegreciendo la pantalla alrededor, en la que desaparecen amistades y amores, porque su horizonte primero es esa acción en la que se realiza, aunque sea resolviendo cuál es la manera en que los portaaviones pueden tener un abastecimiento continúo para poder permanecer en línea de combate. Como la mente y el cuerpo de Wead, camine a puñetazo limpio o con muletas.

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