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domingo, 13 de octubre de 2013

Un lac

 photo OIR_resizeraspx2_zps2b9ebb6a.jpg Hay películas que se desprenden de la trama, hay películas que son cuerpo, materia, una partitura de gestos. Hay películas que son un lago, la caricia de la piel de un caballo, un hacha hendiendo un tronco, el sonido de un caudal de agua o el de la nieve estrujada por unos pasos. Hay películas que son proximidad, que nos recuerdan y recuperan como presencias. 'Un lac' (2008), de Philippe Grandrieux es todas esas películas. Sus primeros planos parecen arrollarnos, como esa intensa banda sonora de agua que fluye torrencial, pero lo que hace es raptarnos, envolvernos, constituirnos en ojos que son yemas de dedos, en agua de narración. Cuando su sonido comienza a desvanecerse, sabemos que el telón va a caer. Hay diálogos, escasos, pero perdura la sensación de que fuera una película no hablada, como si nos hubiéramos entregado a los poros de la naturaleza, a los deseos y a las emociones que palpitan y forcejean en los rostros, en los cuerpos, de los personajes que habitan el encuadre, que conviven en ese entorno helado, un innominado paraje helado.  photo 6_zpsff8cbee9.jpg  photo OIR_resizeraspx24_zpseb51afeb.jpg Pero en la naturaleza también hay desenfoques. Los que surgen del atropellado aliento de los deseos y los sentimientos. Esa agitación, esa convulsión, que intenta convertirse en canto. Los cuerpos buscan armonizarse, conciliarse, en la odisea de la proximidad. Inmerso en la naturaleza eres también nieve, eres el vaho de tu respiración, eres la mirada de un caballo, su trote, eres el agua helada que fluye, y que puede hacerse hielo, o que quisiera dejar de ser materia congelada, y volver a ser líquida. Tiemblas, porque buscas darte voz, buscas sentirte en otro cuerpo, la culminación de la proximidad. Las correspondencias tienen su particular partitura, y tu deseo se puede convertir en música desafinada, en una convulsión que se extravía en su gesto. Los deseos no establecen límites, como la naturaleza no construye embalses, fluye.  photo OIR_resizeraspx5_zps4baa919f.jpg  photo 7cdc746dc1f945a3af88991b2362374956_zps7abb2006.jpg  photo OIR_resizeraspx_zpsdcce4b4b.jpg Son ciertas normas, ciertas pautas, las que establecen presas, las que delimitan la proyección de los deseos y de las emociones. Porque puedes desear a tu hermana. Intentas recordarte que lo es, como una señal de tráfico, pero el deseo es un fuego que te incendia, como a tu hermana, a su vez, la presencia de un recién llegado, con quien desnuda su deseo entre cascadas y musgo que parecieran, en ese momento, parte de su piel entrelazada. Y tu deseo se desenfoca porque no encajas la interferencia, la sustracción de un sueño aunque permaneciera suspenso, un sueño preservado en el hielo. Tus manos sentían los poros de la piel de caballo, se sumergía en la negrura de su ojo, se entregaba a la cabalgada, como si fuera a una carcajada; un ritual, una ceremonia, sus ojos en ti, su presencia junto a ti, el incendio junto al hielo. Eres caballo, materia, eres nieve, eres tronco, eres lago. Pero el hacha se hiende en el tronco de tu mirada. Su piel se aleja, con aquella otra mirada, con aquel otro cuerpo, ya distancia, ya un sueño desvanecido, fuera de foco. En otro lago.

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