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domingo, 20 de octubre de 2013
La vida de Adele
El erizo, las dos torres y los cachetes en el culete. Ostras, coños, mocos y lágrimas. Estos podrían ser los títulos de los dos capítulos de los que consta 'La vida de Adele' (La vie d' Adele – Chapitre 1 & 2) de Abdel Kechiche. La obra cosechó un generalizado entusiasmo en el último Festival de Cannes, donde le fue concedida la Palma de Oro. Pestañeo con perplejidad. Esta película la he visto muchas veces, no es cine del siglo XXI, es un cine que hace retroceder la mirada, hacia el origen de sus reflejos. Su construcción dramática está cimentada sobre recurrentes convenciones, algunas rudimentarias, y su tratamiento estilístico, la cámara en mano adherida o adosada a los rostros de los personajes (aunque no a los actores porque en bastantes ocasiones recurre al teleobjetivo), resulta cansino por reiterativo, sin tampoco extraer especial fuerza expresiva por mucha proximidad que busque. Hay algún que otro fulgor, pero también ocasiones en que los cuerpos transmiten la sensación de ser resortes en un tratado de mecánica.
1.El erizo, las dos torres y los cachetes en el culete. En la pared del cabecero de la cama de Adele (Adele Exarchopoulos) se pueden distinguir dos fotografías, de las torres gemelas (intactas) y de un erizo. La vulnerabilidad y las corazas emocionales. Adele es una adolescente que aún no ha transitado los senderos de los sentimientos. En la secuencia inicial, a través de la lectura de un libro de Marie-Madeleine de La Fayette, 'La princesa de Cleves', se expone ese aún incierto territorio, sembrado con interrogantes, en el que un flechazo rasga el telón del hábito y transfigura la realidad, lo cotidiano se transforma en sublime, la ausencia se convierte en presencia, la distancia en proximidad. Ya no se orbita en el mundo, se es el mundo. El amor y sus ficciones. Aunque cuando se produzca ese flechazo, ese cruce entre dos miradas en un paso de peatones, dos miradas transeúntes que colisionan y se atraen como si sus retinas fueran extensión de sus entrañas, más bien parece el cruce de miradas entre un esparadrapo y estropajo.
Pero antes de ese acontecimiento que se convierte en umbral en su vida, Adele ha tomado ya constancia, en sus dos primeras experiencias, de las dos extremas posiciones en las que puede derivar el abismo de los sentimientos cuando la colisión no es atracción sino negación, aquella en la que provocas las lágrimas del otro, cuando le rechazas, y aquella en la que provocan tus lágrimas, cuando te rechazan. En el sendero en el que se espera encontrar el color más cálido, que en su caso será el azul ('El azul es un color cálido' es el título de la novela gráfica, de Julie Maroh, que se adapta), el que porta Emma (Lea Seydoux), tendrá que dilucidar si se expone o se protege con púas. Aunque éstas más bien brotan por la inseguridad, aunque no por lo que siente por Emma, con quien no vacila en la temblorosa progresión de su aproximación, sino por el hecho de exponer ante los demás, amistades y familia, que ama a una mujer, que desea a una mujer, que es lesbiana. Con Emma se afima y se encuentra, con Emma la percusión es festiva: los cachetes en el culete acompasan sus entrelazamientos corporales, que ni inciden en lo sensual ni en lo sensorial, sino casi en un realismo médico colindante con la representación de las obras pornográficas pero sin primeros planos de genitales.
2.Ostras, coños, mocos y lágrimas. Con las amigas la percusión más bien es la de las bofetadas: hiede un poco a inercial recurso de cliché el enfrentamiento a la puerta del instituto cuando las amigas le interrogan sobre su amiga 'marimacho' y muestran su asco porque alguna vez durmió desnuda junto a alguna de ellas. No suena natural, atufa a convención. Y lo mismo para las dos cenas con lo respectivos padres de cada una: los de Emma parecieran emanaciones de algún spot publicitario de Magefesa o de Nescafé: No sudan seguro; transmiten tal buen rollo que sólo falta el brillo que refulge en sus dentaduras. Y la 'casualidad' (perdón, recurso de guionista) de que las ostras (metáfora obvia de los genitales femeninos, o sea, el coño) sea el plato principal, cuando es la comida (como el todo el marisco) que menos gusta a Adele. De este modo, se convierte en imprevista ceremonia de una naturalización (oh, mecánica de los símbolos). Por el contrario, para los padres de Adele, Emma sólo es quien le ayuda con los estudios de la filosofía, ya que Adele sigue sin atreverse a compartir que son amantes, que es su amor. No pueden faltar los correspondientes comentarios, ya que Emma estudia Bellas artes, sobre el hecho de que intentará trabajar en algo que le dé para vivir, porque nadie vive del arte ( a no ser que esté muerto), así como recursos de situación de diálogo dignos de alguna comedieta francesa como las preguntas de los padres a Emma sobre la dedicación de su novio. Ha quedado claro que es otro universo paralelo al de los otros padres, es decir rancio (convenciones sobre convenciones, y envido a mayor).
Si del coño es metáfora la ostra, esta se asemeja a un moco gigante, y los mocos se confunden con las lágrimas en los momentos conflictivos, de pesadumbre y desencuentro, en los que las emociones gritan y sollozan, y se precipitan en los reproches y los remordimientos, tanto que la cámara se agita y empieza a realizar barridos sobre los personajes sin que ya distingamos quien tiene el pelo azul o fucsia, porque se supone que esa agitación transmitirá esa convulsión de emociones que supera a los personajes. Y es que la existencia viene antes que la esencia, como recuerda Emma que planteó Sartre, y Adele es una chica que aún está perfilando sus emociones y sentimientos y su conducta e impulsos, y comete errores y torpezas aunque luego se arrepienta. Y también las sintonías comienzan a atascarse y las diferencias abren hendiduras entre los cuerpos y las miradas, y ya no hay movimiento centrípeto sino centrífugo. Adele se enfrenta a las emociones descarnadas (también se menciona a Schiele y a Klimt) para intentar darles forma, sin que sea ella marioneta de las mismas, para que de nuevo todo no acabe derivando en un festival de mocos y lágrimas.
Adele da el paso al universo de los adultos, para dejar de ser niña, y empieza como profesora de parvularios. Como ella es aún una parvularia con sus emociones y sentimientos. Pero no hay vueltas atrás, las fracturas no eran ensayos, quedan rescoldos, pero es un fulgor magullado, hay heridas sobre las que ya es difícil edificar puentes, hay senderos que ya se convirtieron en pantanos. Quedan las sonrisas doloridas de unos recuerdos compartidos, cuando los cuerpos sintieron la flecha de los sublime. Quizá en los capítulos 3 y 4 nos narren cómo Adele se convierte en bachiller de los sentimientos, si sigue dando cachetes en el culete, si ha optado por la protección del erizo, o si sigue exponiéndose ahora con las arrugas de la consciencia. Aunque no sé si estaré demasiado interesado en descubrirlo.
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