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viernes, 4 de octubre de 2013

Southcliffe

 

Southcliffe (2013), es como una herida. Una herida no cerrada, aunque se intente disimular que no existe. Disparos que quiebran una realidad edificada sobre las apariencias, sobre las miradas que siempre han mirado hacia otro lado. Una interrogante que se escupe como ácido, una interrogante que interpela a lo que se ha sido y lo que se es, porque ese prototípico pueblo de la campiña inglesa, Southcliffe, donde alguien ha disparado sobre quince de sus habitantes representa a un país, es la imagen en la que siempre se ha construido, la Inglaterra profunda, esa en la que no parece que no pasa nada porque siempre se prefiere vivir como si no pasara nada. Hasta que un disparo te alcanza. La pregunta la escupe en las primeras imágenes Whitehead (Rory Kinnear), uno de los periodistas que se ha traslado al pueblo como corresponsal de una cadena de televisión, para comentar los últimos acontecimientos, para realizar su relato. Pero ¿Qué relato? Morton (Sean Harris) es quien la escupe con disparos, vestido con ropa de militar, porque es alguien que ha aparentado que era un militar veterano, y ha sido humillado por los que han descubierto que era sólo apariencia, que era falso. Su humillación la responde con disparos, pero no sólo a ellos, sino todo un pueblo, porque su extravío es la fisura, la supuración de la falacia de una forma de vida. 

Southcliffe es un mosaico, como lo podía ser, aunque la acción abarcara una década (entre 1973 y 1983), el que componían los tres largometrajes de la prodigiosa seria Red riding (2009), escrita también Tony Grison, en donde unos crímenes, en aquel caso sobre niños, eran el reflejo de la entraña siniestra de un país tapizado sobre las capciosas y convenientes apariencias (en donde todos los poderes, policiales, religiosos y económicos se unían en comandita en su ceremonia de la corrupción). La inspiración de Southcliffe fueron las masacres de Hulgenford en 1987, en el que se mataron a dieciséis personas, e hirieron otras quince, la de Dunblane en 1996, en la que otro hombre mató en un colegio a dieciséis niños y un adulto, y la de Cumbria, en el 2010, en el que se mató a 12 personas e hirieron a 11.  Los cuatro episodios que componen Soutcliffe son como un conjunto, un tapiz, quebrado. La narrativa combina tiempos y perspectivas de varios de los implicados, centrándose más en cada episodio más en alguno de los personajes (por ejemplo, en el primero, en el asesino; ), mientras lineal se alterna la trama del periodista (dominando ya los dos últimos episodios), con algún salto en el tiempo a su infancia, porque es natural de ese pueblo, en el que también sufrió sus humillaciones. Las historias se repiten. Unos explotan, otros se enquistan, otros se entumecen, y otros se nutren de sus resentimientos. Una estructura en la que los saltos del tiempo pueden ser de un plano a otro; se hace cuerpo de una fractura, de un extravío. Pasado y presente se confunden, porque no hay nada resuelto. 

Sean Durkin reincide en la narrativa de su notable anterior obra Martha Marcy May Marlene (2011), que incluso carecía de clausura convencional.  Tampoco intenta aquí suturar, o trivializar demasiado el alcance de la obra, cerrando, de modo reductor, las explicaciones de los porqués, esos apoyos que algunos buscan en las motivaciones para domesticar un hecho de horror que más bien es una bomba expansiva, la fuga de un tejido corrompido, infectado que debía supurar, que se arrastra desde el pasado. No es meramente un trastorno individual, aislado, es el reflejo de un conjunto. En su anterior obra no se explicitaba el sendero futuro, las decisiones que se tomarán, cuál será el rumbo elegido de actitud y conducta, como tampoco se precisaba lo que podía ser cierto o imaginario. Se desestabilizaba cualquier presunción, dejando a personajes, y a espectadores, en una terra incognita, donde no hay asideros, sino el extravío, lo incierto, el caos, las fisuras que quiebran cualquier orden, la especulación y la interrogante.  Y Southcliffe es una fisura, una herida, desde sus planos iniciales. La presentación es esa fisura, es la interrogante que se dispara, que hace grito de lo indefinido, borroso, ocultado. Una mujer trabaja en su jardín. Una figura borrosa se insinúa en el fondo del plano. Suena un disparo. La mujer se mira en su costado. Tiene sangre. El hombre porta un fusil, vuelve a disparar sobre ella. Ese impacto se proyecta, se dilata a lo largo de los cuatro episodios, para desentrañar una realidad desenfocada. Parejas que se plantean tener de nuevo un hijo, aunque uno está más dispuesto que otro, y su hija, ya adolescente, resulta ser una de las víctimas. Parejas en las que él mantiene otra relación paralela, y se encuentra con que su esposa e hijos también son víctimas de los disparos. ¿Cómo te enfrentas a la pérdida? ¿Cómo te miras a ti mismo? Un periodista que se ha convertido en otro asalariado de una sociedad que sólo se preocupa de las superficies, de ascender en la escala laboral, de la imagen, y que al retornar a la raíz, a su pueblo, a la raíz de la infección, escupe y grita su desprecio, su resentimiento, su rabia. Escupe la pregunta de qué era esa sociedad y qué es ahora, y de dónde surgen esos disparos. Preguntas y disparos que desnudan una intemperie, un extravío. Como el sonido de un proyector roto.

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