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lunes, 12 de agosto de 2013

Tú y yo

 photo OIR_resizeraspx7_zpsff7b27c8.jpg Un armadillo da vueltas en su recipiente, un circuito que parece la configuración del símbolo del infinito. Secuencias más adelante, Lorenzo (Jacobo Olmo Ontinori), un adolescente de 14 años, remeda ese mismo desplazamiento en el interior del sótano donde se ha recluido durante una semana, ya que ha hecho creer a su madre que se ha ido a una estación de esquí en una excursión escolar. Bertolucci alterna, de modo innecesario, imágenes del armadillo, quizá temiendo que el espectador no se percate de la asociación o porque quiera remarcar su condición simbólica. Tendencia en la que solía incurrir su cine, a veces de modos tan groseramente explícito como el salvavidas que el personaje de Jean Pierre Leaud lanza al agua y se hunde, en 'El último tango en París' (1972). A veces quería remarcar tanto que le acaba devorando la contradicción, como en 'El conformista' (1970), en la que llega a parecer más embelesado por la arquitectura fascista que por poner en cuestión lo que representa. A Bertolucci le ha atraído mucho el monumentalismo (estético, temático). A veces, daba la impresión de que tenía más vocación de escenógrafo o paisajista como cuando anestesió todo el desgarrador conflicto dramático en 'El cielo protector' (1990). También, afortunadamente, su modo de enfocar la juventud ya está lejos de cuando quería demostrar su valía, y su rebeldía bajo la influencia godardiana, en la supurantemente autocomplaciente 'Antes de la revolución' (1964), o despojado de aquella ensimismada delectación en la juventud de Liv Tyler, como si la mirara desde la consciencia de quien siente su cuerpo corromperse, en 'Belleza robada' (1996), o incluso desprovisto de esa sensación de aire retenido de 'Soñadores' (2003) en la que parecía que intentaba poner orden en el desván de los trastos viejos.  photo OIR_resizeraspx3_zpsd97d2df2.jpg En 'Tú y yo' (Io e te, 2012), adaptación de una novela de Niccolo Ammaniti, deja que los personajes respiren, sin querer remarcar tanto la presencia de su mirada, con la cámara u otros juegos narrativos o simbólicos. Lorenzo está insatisfecho, no siente el infinito en su vida, sino la opresión, la asfixia. Un plano onírico de sus padres sobre él en una cristalera lo condensa. Deambula por la vida aislado con sus cascos, con los que escucha la música que le reconforta, mientras su gesto se contrae ceñudo, como una persiana cerrada. Se siente atrapado en un hormiguero, como el que contempla admirado, como quien se ensimisma en su cautiverio, en su desgracia, sin darse cuenta de la contradicción. Porque, como las organizadas hormigas, él es metódico, controlador, aunque tomará consciencia, acompasada a la rotura del hormiguero, de que se lamenta de algo en lo que él incurre. En primer lugar, debe liberar corsés con los que él mismo se atenaza.  photo OIR_resizeraspx4_zps046db85d.jpg  photo OIR_resizeraspx2_zpsaec4006e.jpg Quien propulsará esa liberación es el fantasma de su insatisfacción, una aparición imprevista, su hermana mayor, de 25 años, Olivia (excelente Tea Falco), con la que comparte padre pero no madre, y a la que hace bastante tiempo que no ve. Su irrupción será recibida en principio como incordio o perturbación, pero la convivencia, con la aproximación, y comprensión que se dará entre ambos, propulsará esa transformación del talante en Lorenzo. Del mismo modo que Olivia lucha contra su adicción a la heroína, Lorenzo se enfrentará a su adicción a cierto cuadriculamiento en el que ha erigido un aislante vital, su coraza de armadillo. Olivia es la rebelión que él ha contenido (esa tensión que parece siempre a punto de estallar entre madre e hijo que se aprecia en las primeras secuencias), ya que ella se marchó de casa porque lanzó una piedra a su madre porque no la soportaba. Es la liberación que ha salido al mundo, y sigue trastabillándose, errática, pero sin miedo a la intemperie, arriesgándose, expuesta. Encarna, también, la frustración de configurar el propio sendero, por su suspendida vocación como fotógrafa, a causa sobre todo de su adicción, pero aún forcejea con el mundo, como refleja que se enfrente a su adicción y el hecho de que deje la droga cuando se marche (se agradece que Bertolucci no remarque el dolientemente irónico detalle de que su hermano, sin saber lo que contiene, le pase el paquete, y ella vacile si cogerlo).  photo OIR_resizeraspx_zpsbc158d35.jpg Quizá, por otro lado, también haya algo de Bertolucci en el propio Lorenzo, aunque él ya tenga 73 años, reflejo en el que se cuestiona (no me parece casual que quien atiende a Lorenzo en la primera secuencia vaya en sillas de rueda como ahora el director). Quizá pese a estar cautivo,inmovilizado físicamente, aún se sacuda con lo que representa Olivia, la intemperie de la vida al desnudo que te mantiene en movimiento, aunque sea sacudido a golpe de oleaje, cayéndote y levantándote de nuevo. No he sido particular admirador de la obra de Bernardo Bertolucci, a veces más interesante por sus planteamientos que por sus logros, en otras sugerente por aciertos parciales (secuencias aisladas de 'El último tango en París' o 'Novecento', más por las presencias de Brando y Lancaster). Esta me parece su obra más compensada, quizá porque se ha desprovisto de ínfulas de grandeza, de buscar la pantalla solar que refleje, ilumine, la vida, la sociedad, el ser humano, y ha optado por mirarse en el espejo sin complacencias, casi como autocorrectivo que es a la vez un revulsivo (sentirse aún con el empuje de los catorce años). Incluso, hay espacio para las sutilezas que se dejan como flecos sueltos, como esa fotografía de Olivia que Lorenzo coge como guarda para el libro que ha empezado a leer, 'Entrevista con el vampiro' de Anne Rice. Su forma de abrazarla bailando es todo un mordisco de sentimientos expuestos. Olivia ha sido su vampira, el reflejo que le ha realizado una renovadora transfusión de sangre que se manifiesta en su sonrisa final.

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