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domingo, 18 de agosto de 2013

Una historia de violencia

 Muchos hombres ordinarios sueñan con convertirse en héroes, ser protagonistas en la pantalla de la vida, desprenderse del peso de la capa del anonimato y ser admirado, deseado, emulado. No muchos sueñan con que el héroe revele unos cimientos pretéritos más bien siniestros, en los que torturaba con alambres en ojos ajenos. Queremos visibilizarnos, aunque, también, a veces prefiramos no ser demasiado visibles, sino mantener cierto anonimato, mantener bajo las aguas de las corrientes cotidianas hechos pasados o facetas pretéritas que no deseamos sean reveladas, porque quizá puedan modificar las impresiones ajenas, sus juicios y valores. Ya somos otros ante sus ojos. Entonces, ¿Quiénes o qué somos? Pero también ¿qué vemos o percibimos de los otros?. ¿Sobre qué se constituyen las relaciones? ¿Aquel que se fue interfiere en la apreciación del que se es ahora? La identidad es un espejismo, una ilusión: Hay cambios, transformaciones, modificaciones. Quizá nos convirtamos en lo opuesto de lo que fuimos, quizá contemplemos nuestras acciones pasadas como si fueran las de otro, porque nos resulta inconcebible que pudiéramos decir o hacer aquello, como torturar con un alambre en un ojo ajeno. ¿ Qué percibimos? ¿Qué parecemos? 
Tom (Viggo Mortensen) parece alguien que puede ser muchos otros, alguien que regenta un bar en un pueblo que puede ser muchos otros, con una familia como las que pueden tener otros tantos. Contemplas su vida y no hay nada que resalte especialmente. Un personaje secundario como tantos en la pantalla de la vida, como su familia. Poco hay, por un lado, de singular en la reiterada presión que sufre su hijo Jack (Ashton Holmes) en el instituto, no es sino la quincuagésima escenificación de un dramaturgia convencional: los adolescentes mostrando sus espolones. Los instintos desplegándose, ante los que poco tiene que hacer la actitud razonable: la predominante historia de la humanidad es una historia de violencia, de pulsos, de conflictos, no de relajadas dialécticas. Aunque, por otro lado, la relación de Tom con su esposa Edi (extraordinaria Maria Bello) ciertamente muestra que aún mantiene candente un sentimiento excepcional, ese sentimiento que sigue poseyendo las llamas primigenias, como se palpa en sus miradas, como demuestra que su imaginación no está narcotizada el juego sexual que Edie plantea, con el que juega a recuperar aquella adolescencia que no compartieron. 
 Pero ese pasado compartido irrumpirá como una sombra que arrasará toda esa luz que se había sembrado. Ese monstruo del pasado será despertado, indirectamente, por dos monstruos, dos crueles delincuentes, Leland (Stephen McHattie) y Billy (Greg Bryk). Su presentación ya anuncia la entraña o el curso (cual muda) de la narración: Ambos salen de la habitación del motel que ocupaban, prestos para marcharse en su coche. Billy se introduce en la oficina, y la cámara revela dos cadáveres en el suelo, los que han matado. Una niña aparece, con expresión asustada. Billy la apunta, y dispara. Su contraplano, su plano sucesivo, es el grito de la hija pequeña de Tom, Sarah, que ha despertado asustada gritando que vienen los monstruos. Ciertamente, vendrán muchos monstruos, y entre ellos el que era su padre en el pasado, aquel que torturaba en los ojos ajenos con un alambre.  
El título de esta magnífica obra de David Cronenberg, con guión de Josh Olson, que adapta la novela gráfica de John Wagner y Vince Locke, A history of violence (2005) no sólo se puede traducir como se estrenó aquí, Una historia de violencia (la que se desencadena en la trama, la de la humanidad) sino también 'Un historial del violencia', ese historial de actividades delictivas que Tom sepultó con su otra identidad, Joey. Ahora es otro. No es un impostor, no es alguien que modificó meramente la superficie de su identidad por conveniencia, para no ser descubierto y encontrado por aquellos que consideran que su marcha dejó ciertos asuntos pendientes. Su modificación fue radical ( con tránsito ritualizado de muda vital: sus tres días en el desierto). Tom no mantiene dormido a aquel que fue, oculto, sino que se desprendió de aquel que fue, del que conserva ciertas habilidades: su talento para desenvolverse en situaciones de peligro, en situaciones extremas, en situaciones donde hay que recurrir por necesidad a la violencia para sobrevivir.  
Pero ¿cómo lo ven ahora que saben lo que fue? Aquella adolescencia soñada, con la que juegan Tom y Edie, se convierte en una pesadilla siniestra sembrada de actos crueles. El ojo casi inservible del torturado entonces, Fagerty (Ed Harris) que reaparece como un espectro en busca de retribución es también ahora el ojo impedido, de visibilidad escasa, de los que hasta ahora le veían como el hombre ideal o como el padre ejemplar ( o el héroe: se superpone la imagen del hombre siniestro, las turbulencias dominan la luz). El hijo, quizá influido por la acción 'heroica' de su padre al matar a los dos asaltantes de su bar, Leland y Billy, convertido en héroe mediático, admirado por todos, recupera el valor o saca toda la violencia contenida como una fuerza arrasadora, al golpear hasta con saña a los dos chicos que no dejaban de acosarle y presionarle en el instituto. Su violencia resulta más sórdida, extrema, no es sólo la de la supervivencia ¿Quiénes somos? ¿Qué reflejamos en nuestros actos? El padre le reprocha que se haya dejado llevar por el instinto, que se haya puesto a la altura de los que intentaban dominarle, humillarle, pero ahora que se sabe el pasado cruel y siniestro de su padre ¿qué ejemplaridad le puede dar? La bestia anida latente en nosotros. La dejas expandirse o la sabes contener. 
Edie ya no puede verle como el hombre que amaba, una sombra se interpone, como si ahora fuera varios hombres, una imagen mutante, maleable, que ahora puede ser uno y minutos después otro, ahora alguien que te abraza, y ahora alguien que destroza con presteza y eficacia la nariz de otro, aunque sea alguien que amenaza tu hogar. Esta excepcional obra posee una rara cualidad, la entraña del arquetipo, aquel que nos enfrenta a nuestro reflejo, a nuestro sombra, a la condición mutante del mito. El héroe y la sombra, lo luminoso y lo siniestro, se funden y se desgarran cuando paren a esa criatura humana que es herida, no pantalla. La obra es un proceso de liberación, de catarsis, que deriva en la pesadumbre, en la asunción de nuestra condición de figuras frágiles, mudables, criaturas en transformación, caricia y crueldad. Cuando duermes, ¿sueñas como Joey? le pregunta Ray (William Hurt), su hermano, a Tom, poco antes de que el primero ordene que le maten. ¿Quiénes somos? ¿De qué somos capaces? Tom/Joey se limpia en el agua tras matar a su hermano y sus cuatro sicarios. Limpieza, purificación, como sus lágrimas en el doloroso silencio compartido con su familia en la sublime secuencia final es la constatación de que nunca, nunca, podremos librarnos de la mancha de nuestras sombras.   


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