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martes, 7 de mayo de 2013
Quemado por el sol
Hay distintas formas de apretar el gatillo que disparará una bala en tu cabeza. El modo más rápido y ortodoxo es intentarlo con una pistola. Otra forma, más rebuscada y dolorosa, no sólo para uno mismo, es enfrentarse al pasado que se abandonó trece años atrás, o del que fue apartado, o arrancado, como dar rienda suelta a la amargura y resentimiento que se han ido enquistando en las entrañas, y escupirlo como ácido en aquellos que compartieron el sueño, en aquellos que lo mutilaron. Ese es el caso de Mitya (extraordinario Oleg Menshikov), quien en la secuencia inicial de ‘Quemado por el sol’ (Utomlyonnye solntsem, 1994), intenta la primera opción porque no desea realizar la segunda, que sabe es enfrentarse a lo que le ha abrasado y carbonizado por dentro. Y sabe que será su propio fin, la última contorsión antes de desangrarse irreversiblemente.
El qué y el por qué tardará bastante en afloraren el subyugante sinuoso trayecto narrativo, insinuándose, perfilándose, a través de gestos, miradas, medias palabras, reflejos y destellos que salpican el curso aparentemente plácido de un río, el cual se desliza en la armoniosa luz de una plácida Arcadia, en un escenario que pudiera haber brotado de la pluma de Chejov, como esa misma casa solariega, que no dista de aquella en la que transcurría la acción de otra estupenda obra precedente de Nikita Mikhalkov, ‘Pieza incompleta para un piano mecánico’ (1977). Pero, como en las obras de Chejov, la armonía se resquebrajará lentamente, dejando asomar entre sus fisuras maquilladas las excrecencias que empantanarán la luz de una Arcadia que más bien era espejismo, o que estaba apuntalada sobre unos cimientos frágiles, demasiado frágiles, no exentos de turbulencias ocultadas con el puño apretado.
También hay distintas formas de que un tanque te arrolle. Los hay visibles, a los que te puedes enfrentar con la determinación que te otorga tu condición de símbolo convertido en efigie, como es el caso del comandante Kotov (Nikita Mikhalkov), que evita que unos tanques realicen sus maniobras en un campo de trigo gracias a que su perfil recuerda que fue un héroe bolchevique de la pasada guerra civil. Pero hay otros tanques que no será posible sortear, ante los que no será posible evitar ser arrollado. Tanques que provienen del pasado, tanques cuya gasolina es la del resentimiento. El escenario de un conflicto colectivo se entrecruza con el individual. Es este el que primero se va insinuando durante una cálida tarde de verano, como si unos rasgos se perfilaran en el agua, unos rasgos que son piedra cuyo propósito es herir.
Escenificaciones, apariencias. Mitya aparece disfrazado de anciano ciego. Trece años desde su repentina desaparición, que lo abocaron a su ceguera, a convertirse en alguien de interior decrépito bajo una apariencia aún joven. Su arrolladora exuberancia se convierte en la irrupción de un remolino que agita las plácidas aguas, algunas se desbordan, como en el caso de Maroussia (Ingeborga Dapkūnaitė), en cuyos ojos, aunque sonrían, aún se perciben cicatrices, como en sus muñecas. Los rostros parecen apretar en sus rasgos el pasado, como si se quisiera evitar que la sangre que no se derramó del todo se convirtiera en agua hirviendo.
También se realizan purgas sentimentales. Maroussia y Mitya compartieron un amor que fue seccionado. Quemados por el sol, como al país quemará el sol de las purgas de Stalin, las letrinas de una revolución que se convirtió en la monstruosidad que había combatido, como Mitya no se sabe qué es, si víctima o verdugo, es un personaje oscilante, identidad mudable, antiguo noble que fue comprado para traicionar a otros aristócratas y ahora es un integrante de la policía secreta que ajusta cuentas con quien mutiló sus sueños románticos, Kotov. Mitya quería ser pianista, pero la música fue también seccionada en sus entrañas. Ahora es una máscara crispada, fúnebre, que irrumpe en la Arcadia para arrancar los residuos de lo que la vida le sustrajo.
En ese paisaje, que transita del esplendor a la desolación con prodigioso magisterio en su orquestación expresiva, hay otra perspectiva, ajena a ese entramado de lodazales del pasado sobre los que se chapotean disimulando que son pasos de baile, la mirada de la niña, la hija de seis años de Kotov, Nadia (Nadezhda Mikhalkova). Su mirada, sus acciones, sus gestos, son ingenua celebración de vida, mirada que no sabe de quemaduras ni de manchas. Mirada que danza, juega, sueña. La mirada que se convertirá en un sueño que no pudo ser porque su futuro será abrasado.
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