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miércoles, 16 de febrero de 2022

Memoria del amor (Errata natura), de Kirsten Thorup

 

El curso de la vida se compartimenta en diversas fases. No es una cuestión solo de cambio biológico, crecimiento y deterioro. Es una cuestión de sucesiva adopción de roles. El niño no solo se convierte en adulto, sino que dispone de una imagen de cómo actúa un adulto o qué representa el adulto. La identidad es un cambio de relevos con la adopción de sucesivos roles. Quien ha sido hija se puede convertir en madre. No es solo cuestión de parir sino de cómo ejercer de madre. Tener un hijo implica educar, una transmisión de valores, de formas de relacionarse con el entorno y los demás, eres (o eso se supone) autoridad, modelo, guía instructora. Crecemos y nos ponemos distintos sombreros interiores según modelos transmitidos, a los que se supone que debemos ajustarnos. Se cambia de papel, y pareciera que muchos olvidaran lo que fueron (quien quizá sufrió como hija ahora es una madre que quizá sufre con su hija; quizá somos más autómatas que seres capaces de ponernos en la piel de otros, incluso en la de quien fuimos en el pasado). Personajes de una ficción que sentimos como la realidad (que debe ser). En la primera parte de Memoria del amor (Errata natura), de la escritora danesa Kirsten Thorup (1942), Tara es moldeada, o es influida, por su entorno, por su familia, por la institución educativa. La vida se hila con la fe y la representación. La religión o el nacionalismo son otros escenarios que se pueden ajustar, o que pueden influir, como sombrero interior. Nos convertimos en actores que se creen ese guion como realidad, o como fundamento inspirador. Si abundan las interrogantes, la confusión reina. La realidad no solo se convierte en una inestable dimensión de modelos (que pudieran haber sido otros), sino que el yo se pregunta por qué es como es y por qué es percibido de un modo tan distinto a como una misma se ve. ¿Cómo era posible, entonces, que viese en mí a una persona altiva que yo no encontraba por ninguna parte? Me invadió la vertiginosa sensación de no ser quien yo no creía (…) me había mostrado quién era, una joven sin pulir que se encontraba a sí misma en las personalidades de los otros (…) mucho más tarde, cuando aprendí a contemplarme con los ojos de los demás y verme en tercera persona, todo lo que quedaba de mí era lo que mis profesores favoritos habían visto: una actriz.

Si te sientes fundamentalmente actriz en la realidad desnuda como escenario de ficciones, que otros adoptan en cambio como certeza, y por tanto costumbre con un código de circulación que denominan realidad, te conviertes en una figura desplazada, vacilante, que ejerce torpemente los sucesivos roles a los que nos acoplamos en el curso de la vida. Tara se siente una criatura ansiosa de distinguir entre su ser y el mundo circundante, y con un ego infinito que lo ocupaba todo (…) en su impotencia había seguido siendo una persona a medias que había tenido una hija, pero no era madre. La segunda parte, más extensa, ya que ocupa cuatro cinco partes de la novela, alterna las perspectivas de madre e hija, Tara y Siri. Una relación que más bien parece colisión. Las relaciones se establecen en buena medida por las ideas que nos hacemos de los otros, y por lo que representan para nosotros. Por lo tanto, pueden, incluso durante bastante tiempo, ser más lo que proyectamos que lo que son. La idea que tenía de Siri era y sería una proyección de sus propias emociones y complejos. Pese a todo, aún no había perdido la esperanza de que un día llegaran a tratarse de un modo natural, no forzado. Siri, artista, que usa su cuerpo como fundamental pieza expresiva, se rebela contra quien considera que es más bien un influjo perjudicial, una representación de un caos frente al que se crea su particular escenario de ficción, su mismo arte, como una burbuja en la que se protege de las perturbaciones de lo real, ya que para ella, la realidad no es ese escenario o esa pantalla (de costumbres y concepciones consensuadas con las que funcionamos como autómatas) sino una serie de añicos con los que el arte, cuerpo desnudo que es proceso de formación, se convierte en herramienta de reconstitución (un reajuste de relación con la realidad, que ni se subordina, por cuanto es propia y singular, y además con la coherencia de la naturaleza sustancial, no impostada como los escenarios de costumbres que asumimos dócilmente como realidad).

Pero, como en el caso de su madre, a su vez, Siri se pregunta cómo es ella, cómo es percibida por los demás. Porque somos tanto como nos sentimos como cómo somos percibidos por los demás. Y en ocasiones, el desajuste puede ser radical. No nos vemos en la percepción de los otros, o nos hace interrogarnos sobre cómo somos realmente. ¿Es que ya ni ella misma sabía quién era?¿O el efecto que producía en los demás?¿No había coincidencia alguna entre su percepción de sí misma y la manera en que la veían otras personas? Por eso, para ella, su logro en el escenario artístico es la consecución de esa conexión esclarecedora, desnuda, con ella misma. De repente, era lo que era, con todo lo incomprensible que llevaba dentro y a su alrededor. Pero, a la vez se pregunta ¿Acaso era incapaz de poner sus sentimientos en palabras y obras que llegasen a los demás?¿Es que no conseguía expresarlos más que en su arte? Interrogantes que no difieren de las de su madre, quien, como tantos, no logra expresar, articular, con claridad y precisión cómo siente. Un desajuste, una dificultad, que condiciona tantas relaciones, por cuanto propicia los malentendidos, las interpretaciones insuficientes, mediatizadas tanto por la imprecisión a la hora de expresarnos como de percibir a los otros. Una y otra son seres en busca de esa conexión, que implica actitud consecuente, con uno mismo, los otros y la realidad circundante, y con la que nos exponemos de modo directo, sin buscar la autoindulgente protección de la doblez y los subterfugios, de la confortable amargura del nihilismo (que legitima la impotencia y la frustración) y la satisfacción de los caprichos. Por eso, cobra tanta relevancia la extraordinaria Stalker (1979), de Andrei Tarkovski. Stalker era un largometraje extrañamente árido que llevó a Tara a pensar que se había extraviado en el camino de la vida y no había llegado a su destino. No había sabido sacarse partido, desarrollar sus cualidades. Se había quedado estancada. La película de Tarkovski, o su cine en general, es una de las más excelsas manifestaciones, a través del arte, de lo que podríamos ser, si no nos conformáramos con la vida rudimentaria de costumbres transmitidas, como resortes que adoptamos, y que tan fácilmente, en una escala u otro, se convierten en daño o destrucción, o si no nos enfangáramos en tantas justificaciones con respecto a nuestra supuesta incapacidad para superarnos, negando la posibilidad del esfuerzo para ser más consecuentes o ser capaces de crear una relación más armónica, generosa, con uno mismo, los demás y nuestro entorno. Por eso, en el desarrollo de Memoria del amor, Tara colisiona con esa insolidaridad de tantos especímenes humanos que solo piensa en su particular parcela de vida, que la aboca (por preocuparse de un hombre sin hogar), incluso, a convertirse en indigente. Y Siri se ve inmersa, como daño colateral, en las luchas contra los poderes fácticos por parte quienes claman por la modificación de medidas con respecto al medio ambiente, y que sufren la violencia de los representantes de la ley. En una escala u otra, el virus de la actitud humana que nos ha llevado a esta realidad que hemos generado, o más bien deteriorado, y que nada tiene que ver con la Zona, metáfora de lo que podríamos ser si habitáramos la realidad, o nos relacionáramos con ella, con la mirada y actitud que faculta armónicamente lo posible.

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