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miércoles, 23 de febrero de 2022

Tokio, estación de Ueno (Impedimenta), de Yu Miri

 

No es verdad que la luz ilumine. La luz simplemente encuentra algo que iluminar. Y a mí nunca me va a encontrar. El protagonista de Tokio, estación de Ueno (Impedimenta), de la escritora japonesa Yu Miri (1968), se siente como si siempre hubiera sido una mera sombra. Imperceptible, casi inexistente. ¿Importó alguna vez... quién fui?. O la vida le perseguía o la vida le eludía. Durante décadas su vida, como obrero de la construcción, fue como el ladrillo que resulta inadvertido porque se asemeja a otros muchos más. Vivió lejos de su familia, vivió para suministrarles lo que necesitaban. No vivió, fue distancia y suministro. Fue casi como un muerto en vida. Su trabajo, anónimo e intercambiable, en las obras de las edificaciones para los juegos de Olímpicos expone su irrelevancia, como también posteriormente su condición de figura a borrar, como otro de los indigentes que son imagen inconveniente para la visita de la familia imperial que realizan a un museo. ¿Qué es con respecto a acontecimientos como unas Olimpiadas o una figura como un emperador? ¿Qué es para el país una figura como él?. Los indigentes no son figuras siquiera en un museo, son meros borrones que se ignoran. La escritora se inspiró en el incremento de las personas indigentes, sin techo, sin hogar, tras estallar la burbuja financiera en el 2008. Personas que se convierten en figuras al margen, olvidadas, borradas. Personas que ya no tienen, por lo que, según los valores de nuestra sociedad, ya no son. Pero, por añadidura, también pensó en otras vidas desposeídas, por otro tipo de catástrofes, como un tsunami, un terremoto, o la perdida de un ser querido, como un hijo. Personas a las que la luz no encuentra, o de las que simplemente se olvida. La narración parte de un no lugar, que puede ser la muerte, y se despliega en una estructura fractal que evidencia una vida fracturada que nunca pudo recomponerse, fuera útil, para otros, o inútil, improductivo. Simplemente, sus añicos fueron desintegrándose en el anonimato.

Mientras miraba a ese hijo que había muerto mientras dormía (…) no pude evitar preguntarme qué clase de vida había tenido yo, qué vida tan vacía. La vida es como una sucesión de estaciones, pero no sabes cuándo puede ser la última. Y a la vez, puedes preguntarte, tras advertir que tu vida era como un tren con piloto automático que se detenía en las estaciones predeterminadas, qué era tu vida. El protagonista ya no quiere mirar el futuro, y si retrocede con su mirada al pasado es porque el presente son meros añicos. Una vida dedicada a los demás, una vida entregada a los constantes esfuerzos que se revela como un decorado en el que era uno de tantos extras indistinguibles en último termino, como otro mero charco que quizá se pisa. ¿Y cuantos hay como él? Cada persona es distinta. Cada persona tiene una cabeza, una cara, un cuerpo y un corazón distintos. Eso ya lo sé. Pero si las miro con distancia me parecen todas parecidas, sino iguales. Sus caras no son más que pequeños charcos. ¿Dónde reside nuestra distinción?¿En qué nos diferenciamos si tan fácilmente nos hemos convertido en funcionales extensiones de otras vidas (o dinámicas laborales, empresariales), incluso extensiones de pantallas?

Tokio, estación de Ueno se despliega como una serena narración que mira directamente a una vida que se desbroza entre tiempos, como si ya no se distinguiera la vida de la muerte, porque lo que denominaba vida quizá había sido arrebatada por la ola de un tsunami sin que él se hubiera percatado. Es uno de tantos que quedó dañado por la explosión de aquella burbuja económica que ponía en evidencia la falacia de un sistema social y económico que sigue barriendo a los arcenes a otras tantas figuras que fueron funcionales y útiles pero ya son prescindibles, porque habrá otras que las reemplacen. Y es uno de tantos que, quizá a la vez, mientras siguen con el piloto automático de su función de peón o esbirro en un sistema piramidal, sufrió la herida de una pérdida, súbita y repentina, por una catástrofe natural, que parecía surgir de la nada, indiferente a sus esfuerzos y desvelos, como también puede ser la pérdida de un hijo para el que se había sacrificado la vida, para que dispusiera de sus correspondientes estudios universitarios. Pero la vida puede truncarse, repentinamente, y dejar el oclusivo sonido del pedazo de un cartel roto que anunciaba, falsamente, un futuro posible.

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