Desapariciones, transformaciones. Los cambios implican eliminar lo que queda obsoleto, desprenderse de lo que interfiere, prescindir de lo que se convierte en lastre. Hay modificaciones que se realizan fluidamente, con leves forcejeos, aunque impliquen heridas y sufrimientos. Hay otras que resultan más complicadas, y quizá deriven en un atasco que impida la realización. En la extraordinaria Tormento (Midareru, 1964), de Mikio Naruse (autor del argumento guionizado por Zenzo Matsuyama), hay dos procesos de transformación manifiestos desde las primeras secuencias, y otro que se desarrolla de modo subterráneo, porque su forcejeo deriva en tormento, en vacilación e indeterminación. El primer cambio afecta al contexto social. La construcción de un supermercado perjudica a los pequeños comercios de la zona, entre ellos el que gestiona Reiko (Hideko Takamine), viuda del hijo mayor de la familia que le acoge desde que murió en la guerra dieciocho años atrás. Al ser más bajos sus precios está propiciando que los pequeños establecimientos pierdan clientela, determinando incluso que haya quien decida suicidarse por su apreturas económicas. Koji (Yuzo Kayama), el hijo menor, está determinado a convertir su terreno en supermercado, como decidido a que sea Reiko la directora, pese a la oposición de sus dos hermanas, que presionan a la madre para que, desde su hipócrita conveniencia, libere a Reiko de su larga dedicación a la familia y el negocio, eufemismo que encubre el hecho de que quieren desprenderse de ella, pese a que haya sido Reiko quien consolidara y mantuviera la tienda. Las viudas se convierten en elemento periférico, son pero no son de la familia, y Reiko ya ha cumplido su función. Del mismo modo que los grandes comercios no se preocupan del desastre en que pueden sumir a los pequeños comercios, abocados a las periferias de la economía, y las tragedias que pueden propiciar, las hermanas carecen también de todo escrúpulo con respecto a la suerte de la viuda.
Naruse forja su narración pausadamente, dando cuerpo a la interrelación entre las diversas líneas, hasta el momento en que se produce una transformación radical del relato, cuando se manifiesta lo que se mantenía subyacente. En los primeros pasajes de la narración el joven Koji, de veinticinco años, parece un personaje poco responsable, al que la misma Rieko, doce años mayor que él, cuestiona que tienda tanto a gandulear, que abandonara su trabajo en Tokio, o que no deje de meterse en trifulcas como la de la secuencia inicial cuando se pelea en un bar al cuestionar a un grupo que se dedica como entretenimiento a competir por quién como más huevos en menos tiempo, antecedente de la célebre secuencia de Paul Newman en La leyenda del indomable (1967), de Stuart Rosenberg. Pero esa actitud errática y esas decisiones inconsecuentes tenían una razón que había mantenido oculta desde hace años: Su amor por Reiko. Necesitaba estar cerca de ella, por eso había dejado aquel trabajo en Tokio. Pero, por otra parte, a la vez la cercanía le ofuscaba, de ahí esos comportamientos agresivos en estado ebrio.
A partir de esa revelación el relato se convierte en una cuerda que no deja de estirarse sangrando una piel que no quiere revelar lo que siente. Se encadenan una serie de secuencias orquestadas a través de gestos y miradas que, como una mecha que arde, refleja la progresiva conmoción de Reiko tras esa revelación, como si su forma de habitar la duración del momento, de la realidad, ya fuera otro. Conmoción que se torna en tormento, porque colisionan emociones encontradas. Reiko rechaza a Koji por la diferencia de edad y porque ella aún ama a su marido muerto, aunque quizá sus palabras sean más un intento de lanzar una cuerda a una oscuridad en la que prefiere sumirse, como no quiere asumir que ha desperdiciado dieciocho años dedicada a otros, como le dice Koji (aunque no sea así si no se sintiera herida por la miserable actitud de las dos hijas; ella siente que vivió esos dieciocho años). Reiko ante todo lucha con su propio reflejo, el monstruo que ha creado una sociedad que se ha servido de ella, relegándola y anulándola, como prescindiendo de ella cuando ya no resulta funcional.
El incomparable arte de Naruse se despliega en toda su soberanía: La narración se trenza en una colisión, entre lo que las palabras expresan y los gestos evidencian. Las corrientes subterráneas de las emociones no expuestas comienzan a realizar su implacable erosión. Reiko opta por el sacrificio, la renuncia y la huida, pero del mismo modo que Koji había preferido trabajar con ella, como recadero, en vez de construir el supermercado, ahora opta por acompañarla a su pueblo natal, en una sublime e indescriptible orquestación de secuencias que narran un desplazamiento físico, en diversos trenes que es a la vez el desplazamiento interior en Reiko que no cesa de luchar en su interior con sus inhibiciones y vacilaciones, a la par que crece un sentimiento de correspondencia, incapaz de transformarse, o completar la muda, y de hacer desaparecer lo que no deja de ser un lastre, un impedimento, para que su amor se realice. Una roca en su interior que la atormenta, y que imposibilita que un amor se haga cuerpo. El plano final es un hachazo en las entrañas.
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