La caracterización de ambos personajes es la que dota de cierta distinción, y perspicaz sustancia, a Moonfall (2022), una nueva producción, en la filmografía del cineasta alemán Roland Emmerich, que constata su amor al cine de catástrofes o su regusto estético por las destrucciones masivas, como ya evidenciaron previamente obras como Independence day (1996), Godzilla (1998) o, de modo más concreto, en cuanto amenaza planetaria a gran escala, El día de mañana (2002) o 2012 (2009). Otra más, pero quizá la más armónica y estimable en su conjunto. El desastre personal se conjuga con el colectivo. Los protagonistas son solitarios, con vidas rotas. Incluso, Jo Fowler (Halle Berry), la que fuera compañera astronauta de Brian, aunque ocupe un alto cargo en la Nasa, está separada de su marido, un militar, con quien tuvo un hijo. No testificó en contra de su compañero, porque se había quedado inconsciente, pero es otro reflejo de aquellos que prefieren guardar la ropa en vez de exponerse cuando alguien cercano es puesto en cuestión (como también ha sido recurrente en estos últimos años de persecuciones inquisitoriales de la religión de lo políticamente correcto). El colapso del movimiento orbital de los humanos se corresponde, metafóricamente, con el colapso de la luna. Abundan los apuntes corrosivos sobre representantes institucionales: la omisión de información (que quizá pudiera haber evitado esta amenaza), como ejemplifica la conversación, en los sombríos sótanos de las agencias gubernamentales, entre Jo y Holdenfield (Donald Sutherland); la preocupación por sí mismo del superior de Jo en la Nasa cuando son más amplias las posibilidades de que la catástrofe acontezca, en vez de preocuparse por buscar una solución por remota que sea como sí intenta Jo; la tendencia de los militares por la opción de la destrucción como solución sin considerar las posibles consecuencias nefastas para el planeta.
La misión de la nave que se dirige a la luna para evitar la amenaza de la colisión, con los tres protagonistas como únicos tripulantes, se combina con los intentos de familiares de los protagonistas por alcanzar un bunker, sorteando una serie de obstáculos, en forma de hostiles supervivientes, caída de fragmentos de la luna o alteraciones gravitacionales. Emmerich se ajusta a un patrón narrativo que ciertamente, en ocasiones, puede colindar con lo formulario, ya que algunos personajes, o relaciones, quedan en mero esbozo (o convención conductora de situaciones). La irregularidad de los episodios no afecta al dinamismo de la narración, aunque, en ciertos pasajes, sí a la potencia dramática de las circunstancias conflictivas. No ha sido la elaboración de personajes una de las principales cualidades del cine de Emmerich, pero en esta ocasión, al menos, con respecto a la trayectoria de alguno de sus personajes principales, sí logra extraer emoción dramática de sus peripecias o avatares. Además, sin revelar argumentalmente qué se revela en la luna, o con qué lidian los protagonistas, la metáfora resulta también agudamente mordaz sobre la perniciosa atención de nuestra sociedad al avance tecnológico, o desarrollo de la inteligencia artificial (para conseguir que nuestra vida sea lo más cómoda posible y con más rápido acceso a lo que necesitemos por caprichoso que sea) en detrimento de la evolución de la inteligencia emocional. Por eso, tanta integridad mancillada o tanto talento no reconocido.
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