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lunes, 28 de febrero de 2022

Memorial Drive. Recuerdos de una hija (Errata naturae), de Natasha Trethewey

 

En la savia de la dieffenbachia que rezuma de las hojas y los tallos hay una toxina. A veces se la llama <<caña muda>>, porque puede provocar una incapacidad temporal para hablar. <<Me he quedado muda>>decimos cuando el miedo o una impresión fuerte o el asombro nos dejan sin palabras (…) Yo entonces no podía entender la metáfora inherente a la planta – mi relación con mi madre- ni lo que con el tiempo significaría que ella me hubiera asignado la tarea de cuidarla y me hubiera advertido de los peligros que eso suponía. Lo real y la metáfora. La vivencia y la literatura que, en Memorial Drive. Recuerdos de una hija (Errata naturae), de Natasha Trethewey (1966), es confrontación y reflexión. La metáfora como ingenio expresivo y condensación reflexiva. La caña muda se revelaba como iluminadora metáfora, como la parálisis del sueño, ese desajuste que se produce cuando la mente despierta antes que el cuerpo, y con desesperación sentimos que no podemos movernos, y por ende, que nuestra vulnerabilidad es más acusada. Tal vez esa desvinculación sea una metáfora de la manera en que viví todos aquellos años: la mente consciente intentaba pasar página, pero el cuerpo se resistía. Durante décadas Natasha vivió con el asesinato de su madre como un tumor larvado que debía extirpar con la confrontación directa, y la exposición, a la par que reflexión, a través de la creación literaria, que ejerció de inmersión alquimica en las profundas oscuridades de una herida no cicatrizada, aún palpitante como infección.

La inmersión contextualiza con suma precisión, con la coreografía de los círculos concéntricos que amplía la perspectiva al conjunto para enfocar con más concreción el fenómeno específico (una herida que se hace eco de otras heridas, como si estuviera constituida por distintas capas de heridas, tanto individuales como colectivas). El primer circulo concéntrico nos sitúa en el contexto de una sociedad como la estadounidense que, aún en 1965, cuando la madre de Natasha, que había sido una niña negra en el sur profundo, acorralada y atada a un mundo limitado por leyes segregacionistas, cumplía 21 años. Un año después, nacería Natasha, quien durante su infancia pronto comprendería las diversas realidades con que me encontraría: los hechos dolorosos y opresivos de un territorio que aceptaría con enorme lentitud la integración racial, por mucho que ahora fuese lo que dictara la ley. Las leyes no modifican ni las mentalidades ni la percepción. Las actitudes de muchos blancos seguían siendo igual de despectivas u hostiles. Y en su caso se acrecentaba por el hecho de que su padre era blanco. Las reacciones no eran las mismas cuando estaba sola con su padre que cuando estaba con su madre, o con ambos juntos. Y Natasha empezó a sentir una profunda sensación de no encajar, de no pertenecer a ningún lugar. ¿Qué era ella si el trato de los demás era diferente según con quién de sus progenitores estuviera?¿Sobre qué criterios inconsistentes se fundan muchos comportamientos humanos? Su padre era escritor. Su educación, por lo tanto, su vida estaba basada en el lenguaje de la alegoría y la metáfora, como una singular ilusión de hogar, o residencia, en cuanto fundamento de concepción de vida. La metáfora y la alegoría como lucidez, ingenio y coherencia. El mundo dibujado con precisión, aunque implica la revelación de sus inconsistencias y desatinos. Aunque tampoco libere de la fragilidad. Natasha se sentía como Casandra, como la llamaba su padre, pero eso implicaba la difícil confrontación con una vida de posibles infortunios. La asunción es un desgarrado tránsito.

La ruptura del matrimonio de sus padres derivó en otro cruce de caminos que condujo a una infausta colisión. La nueva relación que estableció su madre fue con la del tipo de hombre que no acepta que el mundo le contrarie ni frustre, y eso implica que no acepta que su pareja disponga de una circunstancia personal, laboral, más exitosa, y por supuesto, que sea rechazado o abandonado por ella. El mundo debe acoplarse a sus necesidades y demandas. Por lo tanto, la pareja debe ser una figura que complazca su ego. Debe cumplir la réplica adecuada. Sino surgen los celos o el despecho. Y en su caso la enajenación se convirtió en un tumor de tal calibre, en un virus tan irreductible, que supuró en muerte anunciada y ejecución cumplida. La violencia, física y emocional, era tónica de una relación que impedía toda posible forcejeo por liberarse de esa opresión constrictiva. Durante ocho años la relación se dilató como una resistencia. Pero la pasajera reclusión en la cárcel no fue suficiente. La intervención de la ley no fue suficiente (aunque también fuera negligente). La enajenación fue implacable. O vivía, muerta en vida, como su prisionera en una relación o moría. Ella se rebeló y murió. Los fragmentos de lo real, las dos últimas conversaciones telefónicas (grabadas para que sirvieran de prueba para su nueva detención) son demoledoras. La desnudez de lo irresoluble, la desnudez de la obcecada enajenación, con la que el diálogo y razonamiento es posible, porque su sentido de la empatía es nulo. Es la enajenación de quien se siente más víctima que dañino porque su concepción de la realidad es la hipertrofia de tanta actitud humana que concibe el mundo o los demás en función de su yo. Su desquiciamiento había alcanzado ese grado en que si la realidad, o la voluntad de los otros, no le concedía lo que demandaba o necesitaba simplemente lo eliminaba. Aquel hombre vivía en la fantasía de su enajenación, y con otra concepción de la realidad que habita su propia dimensión no hay posible contacto ni entendimiento. Entremedias, la mirada desesperada de la hija que, durante décadas, se sintió culpable de la muerte de su madre, porque un gesto suyo, cuando él acudió a uno de sus partidos de baloncesto, la salvó de que, en ese momento, él la matara (para hacer de ese modo daño a su madre). La hija, durante décadas, larvó como un lamento o grito mudo, la desolación por la pérdida de su madre, como si se hubiera quedado atrapada en el ámbar del pasado, en la habitación donde la línea de tiza dibujaba el contorno del cadáver de su madre ya irremisiblemente ausente en su vida. Quedó cautiva en un pasado que se infectó con la culpa, como si aquel gesto que evitó su propia muerte hubiera supuesto la condena de su madre. Entonces no sabía hasta qué punto esa escena me perseguiría a lo largo de los años, pensando que mi actitud hacia él había sido una especie de traición a mi madre. ¿Había notado, en ese momento, había notado primero con el cuerpo, que lo que yo había hecho iba a cambiar el curso de los acontecimientos? La enajenación que necesita que la realidad sea como él la dicta, la culpabilidad que forcejea con la impotencia de que la realidad no haya podido ser como hubiera deseado.

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