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lunes, 1 de mayo de 2017
Lady Macbeth
Si te humillan, si pretenden que te subordines a su voluntad, puedes agachar la cabeza y encajar todo menosprecio. Puedes, incluso, convertirte en su esbirro. O puedes sublevarte y convertirte en dominadora del escenario. Por eso, este es un relato de ruido, furia y jaque mate de la reina. En la obra teatral de William Shakespeare Macbeth (1603-1607), o de modo más específico, en su mejor adaptación cinematográfica, la realizada por Justin Kurzel en el 2015, Lady Macbeth representa, para su marido, la autoridad natural por el amor y la admiración que la profesa. La firmeza de su consideración de que por justicia Macbeth debe ser el próximo rey determina que este decida intervenir en los hechos, apoyado, por otro lado, en la autoridad sobrenatural de las predicciones de las brujas sobre su destino como rey. De ese modo, se decidirá a asesinar al rey para tomar la posición a la que cree estar destinado y que piensa que merece poseer. En 1865 el novelista Nikolai Leskov, con Lady Macbeth en el distrito Mtsenk, realizó una variante de ese personaje, como reflejo insurgente frente a las opresoras estructuras jerárquicas con respecto a la mujer en la sociedad decimonónica. Andrezj Wajda adaptó la obra en 1961, Siberian Lady Macbeth. Ahora, la producción británica Lady Macbeth (2016), de William Oldroyd, la traslada geográficamente a Inglaterra, con una narrativa afiladamente lacónica, un impecable modelo de narración sintética, con un elaborado trabajo de composiciones y, en concreto, de la elección del tamaño del plano (Los planos generales equivalen a la esencialización elíptica: la distancia del desprendimiento, o de la pérdida, de sensibilidad para no sólo poder sobrevivir sino conseguir el dominio del escenario o encuadre de realidad).
Katharine (Florence Pugh), es comprada, junto a unas tierras, por un terrateniente, Boris (Christopher Fairbank), para que, como esposa, suministre un vástago a su hijo, Alexander (Paul Hilton). Pronto, Katharine deberá asimilar cuál es su posición, y función, no distante de la de una sirvienta, aunque tenga sus privilegios con respecto a estos, los suficientes para poder revertir en ellos lo que sufre con la despectiva y cruel suficiencia de padre e hijo. Si Alexander puede ordenarle que se ponga contra la pared sin mirar lo que él hace (masturbarse mientras contempla su cuerpo desnudo), encontrará la oportuna circunstancia para poder aplicar sobre otros, sus sirvientes, esas mismas palabras impositivas, y precisamente en una situación que no deja de ser reflejo distorsionado de su posición sojuzgada con respecto a padre e hijo: los sirvientes se solazan humillando a la sirvienta, Anna (Naomi Ackie), colgándola desnuda de un saco, del mismo modo que hacen con los cerdos. Todo es cuestión de autoridad natural. Todo es cuestión, simplemente, de posición. Y de inversión, según cuál se alcance en la jerarquía. Puedes ser un bulto en un saco, puedes descargar sobre este las humillaciones recibidas, puedes ser quien humille a estos, o ser quien humille a quien humilla a quienes humillan al mero bulto en un saco. Katharine decide ser lo que se supone que no debe ser.
Mientras Anna asume sin rechistar su condición servil, lo que comporta la función de esbirra (vigilando a Katharine, por orden del padre, para que no se duerma antes de que llegue su marido), Katharine muestra ya desde el inicio su naturaleza insumisa. No quiere ser el bulto en el saco para nadie. Pretenden que se convierta en una reclusa, y ella no deja de salir al exterior, para dar largos paseos por la inmensidad del paisaje. Por no asistir a la iglesia es recriminada por el párroco, a lo que ella responde, como un claro desprecio, dando por terminada su visita sin permitirle acabar su té. En esa reclusión, en ese aislamiento, el tiempo se estira como una condena. Y será en Sebastian (Cosmo Jarvis), la figura que realiza la irrisión citada con la sirvienta, con, o por, quien efectuará la insurgencia que modificará el escenario. No el escenario en sí, sino la posición de las figuras en el mismo. Por, más que con, porque Sebastian no mostrará la misma determinación que ella (en inversión de los roles en la obra de Shakespeare).
Katharine se enajena en su propósito de que nadie configure ni determine su escenario. No quiere plegarse a ninguna otra voluntad. Su realidad la determina ella. Quien interfiera será eliminado. No sólo no habrá nadie ya que la diga que mire hacia la pared, sino que ella le restregará en sus ojos a quién realmente desea. Las paredes las edifica ya ella, como atranca las puertas que ya no serán abiertas por quien, como el padre, considera que su voluntad está en función de la suya. Y no habrá piedad para animal o ser humano, adulto o niño, que pueda impedir que la realidad se ajuste al escenario que ella desea. Ama a un hombre, y se esfuerza en que el escenario se ajuste a su deseo. Aunque quizá también habría que poner en interrogante ese por, y Sebastian sea más que un fin un instrumento que sirve a su insurgencia. O quizá ambas facetas. Pero sabrá cuál priorizar cuando el amado o instrumento se rebele a su voluntad.
Las secuencias finales son extraordinarias. Katharine adopta definitivamente la posición y actitud de quienes la sojuzgaban, para sobrevivir y desviar las sospechas, sobre su responsabilidad en los crímenes, hacia las figuras más débiles y vulnerables sea por escrúpulos o por posición. Quien carece de posibilidad de configurar la realidad literalmente se queda sin voz para poder replicar. No hay palabra con la que poder replicar la aseveración de quien domina el escenario, aunque su relato sea pura distorsión. Las voces sustraídas, como las argollas que aprietan sus cuellos, contemplan con sus miradas desposeídas, desde su posición humillada e inerme, las indiferentes alturas de las copas de los árboles. Quien sí ha sabido transfigurar el escenario acorde a su voluntad, en cambio, queda como desafiante dominadora de un escenario que le negaba esa posibilidad, pero a la vez, paradoja, como reclusa aislada, por la desposesión de los escrúpulos. Una regente en el vacío.
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