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domingo, 30 de abril de 2017

La chica dormida

El bosque de la mente que una adolescente cruzó para encontrar el ángulo propio. Donde sueñan los monstruos habitan las cajas de bombones de los encuadres de Wes Anderson. En el principio, quién sabe. A continuación, la infancia y sus juegos, cuando la vida parece habitada por muñecos. Después, sin duda, la confusión de la adolescencia. El continuará del mundo de los adultos se definirá por la consolidación de algún encuadre, ilusorio o no. La singular producción australiana 'La chica dormida' (Girl asleep, 2016), opera prima de Rosemary Myers, para la que Matthew Wittet adapta su propia obra teatral, se centra en el umbral que hay que atravesar en ese confuso escenario para empezar a definir en qué tipo de encuadre se preferirá habitar cuando ya se disponga de todas las contraseñas para acceder a la vida adulta. Esto es, cuando la caja de los sueños de la infancia en la que, en los lindes de un enigmático bosque, habitan unas peculiares y coloridas criaturas que asemejan a muñecos de papel, deja paso a un bosque de inextricables senderos en el que los troncos, a su vez, asemejan a barrotes que no dejan de ser obstáculos, porque, y esta la cuestión fundamental de la edad y de esta película, resulta complicado lograr encajar y dar forma a ese desbordamiento de emociones y ese enrevesado escenario de pulsos y atracciones, rivalidades y complicidades, que conforma la antesala del universo adulto.
Greta (Bethany Whitmore) está a punto de cumplir quince años, y acaba de trasladarse con sus padres, y hermana, a otra ciudad. Por tanto, el tiempo y el espacio en proceso de modificación. En ambos, debe adaptarse a coordenadas y figuras que desconoce. Su realidad parece reiniciarse. En el escenario encuentra complicidades, un chico de nombre Elliot, y rivalidades, tres chicas que se esfuerzan en establecer un código de circulación en el que las jerarquías son fundamentales, y por supuesto la complacencia de quien debe subordinarse a su voluntad. La realidad se perfila, por lo que no faltan fisuras, alteraciones, como la portada de un disco de vinilo puede animarse. Abundan las gemelas en la narración, como Greta aún está definiéndose, cruzando ese umbral, como le indicará su hermana mayor, en el que de un día a otro te sientes extraña, en suma, otra. Ya no sientes que la realidad sea del mismo modo. Reaccionas y te relacionas de una manera distinta. Con tus padres, con las otras chicas, con el chico que se te declara, y al que quizá respondas con crueldad, porque las emociones te desbordan y no tiene por qué corresponderse lo que sientes con cómo actúas. Incluso, las muestras de arrogancia puede que tengan que ver más con el miedo. Entre el yo íntimo y el yo social se evidencian desajustes, uno y otro entran en conflicto como gemelas en disonancia.
El encuadre inicial parece que nos transporta a los encuadres de 'Moonrise kingdom' de Wes Anderson, con dos adolescentes sentados en un banco en el patio de un instituto. En el fondo del encuadre, y por delante de ellos, se suceden los desplazamientos de otros personajes, como si la realidad aún fuera un espacio en el que lo posible adquiere la condición de lo elástico y mudable, voluble incluso. Quien se sienta junto a ella, Elliot, será quien intente establecer un vínculo firme, cómplice, Cuando irrumpe el fuera de campo es para hacerse contraplano amenazador que busca imponerse, las tres chicas que pretenden que la chica nueva que es Greta se subordine a su voluntad, o más bien, capricho. El encuadre es fijo como suele ser en los de Wes Anderson, pero en este primer plano la cámara realiza un par de amagos de aproximaciones. Como la misma narración se desplaza entre los vacilantes movimientos de la imaginación y las rígidas resistencias de las realidades fijas.
Amagos, exploraciones, tanteos, interrogantes. En esta realidad aún en tránsito, o proceso de formación, no hay límites que diferencien realidad de imaginación, estar despierta de estar soñando. En la segunda parte de la narración, en esa noche umbral que es la fiesta de los quince años, para la que, en principio, Greta se mostraba remisa como quien quiere refugiarse y esconderse aún en la caja de los sueños (de la infancia), la imaginación domina el escenario. Greta dirime en las entrañas del oscuro bosque (de su mente), en el que tantas empalizadas hay que sortear o traspasar, la superación del umbral hacia el territorio adulto en el que tendrá que acostumbrarse a las garras ajenas, como las de las otras chicas, pero también a las propias, como su primera impulsiva reacción cruel con Elliott. Donde soñaban los muñecos de su imaginación, de apariencia inofensiva y entrañable, también sueñan los monstruos. La narración se despliega en un escenario de fantasía en el que los contornos se transgreden, como los encuadres fijos, para así encontrar el ángulo inusitado, propio, ese en el que puede travestirse si le parece, sin ajustarse a patrones ni roles establecidos, el encuadre cenital hacia el que se eleva sin miedo a las caídas ni a los colmillos propios ni ajenos. Una espléndida y singular obra que pasará desafortunadamente desapercibida, además de haberse estrenado en muy escasas salas, casi de tapadillo.

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