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lunes, 15 de mayo de 2017
Una maravillosa familia de Tokio
La ley de las disonancias. ¿En qué medida se encajan, e incluso se tragan, las disonancias como componente consustancial de la dinámica de las relaciones afectivas?¿ Cuál es el umbral de aceptación de las disonancias? En 'Una maravillosa familia de Tokio' (Kazoku wa tsuraiyo, 2016), de Yoji Yamada, la relación marital de Shigeko (Tomoko Nakajima) y Tanai (Shozo Hayashiya) se define por unas recurrentes disputas en las que siempre pende la amenaza del divorcio. No dejan de ser enfrentamientos ya convertidos en parte del ritual de la dinámica de esta pareja. Realmente, es una particularidad escénica que integra un repertorio asumido de manera tácita. La sustancia de la relación no difiere demasiado de la que mantiene el hermano de Shigeko, Konosuke (Masahiko Nishimure), con su esposa, Keniche (Takanosuke Nakamura). Esta relación se ajusta al repertorio de relación marital en la que el marido vive absorbido por su vida laboral, entre múltiples reuniones, incluidas esas que derivan en cenas de negocios y sus consiguientes secuelas de ebriedad. La esposa cumple su labor de delegada en tareas domésticas, la cumplimentación de esos trámites ordinarios que resultan un engorro para el hombre. Así, en el compartimento escénico del espacio privado, dispone de todo a mesa servida y de un hogar convenientemente aderezado cuando retorne de sus labores en el compartimento escénico principal, el espacio público o laboral. Ambas dinámicas de pareja responden a unas inercias instituidas en el modo de formalizar las relaciones, como actores en una representación establecida que disponen de una serie de opciones entre las que elegir en el menú de peculiaridades de cada particular dinámica de relación marital.
Pero ¿y sí el telón se rasga y las máscaras se descascarillan? No parece que la decisión de Tomiko (Kazuko Yoshizuke), la madre de Shigeko, Konosoke y Fumie sea un simple gesto escénico, como tantos otros, en la dinámica de rutinas, disputas y reconciliaciones de las relaciones maritales. Parece de veras determinada cuando solicita el divorcio a su marido, Shuzo (Izao Hashizume). En las primeras secuencias se define su relación, que ya dura 50 años. Shuzo retorna a casa después de una partida de golf y el disfrute correspondiente en el bar habitual, y se desprende de las ropas sin dar la vuelta al pantalón o tirando los calcetines de cualquier manera en el suelo, porque da por sentado que su esposa, Tomiko, recogerá y doblará adecuadamente las prendas. La ritualización que ha derivado en inercia, pero también desconsideración implícita. Otra formalización enquistada en una tradición, la japonesa, que aún marca el papel de la mujer, con respecto al hombre, en términos de subordinación. Shuzo se ha acostumbrado a que, en ese escenario doméstico, Tomiko adopte la función servicial, o más bien servil, con el agravante de que ni siquiera concibe que ella se traga el desprecio implícito que comporta su forma de desprenderse de sus prendas. La disonancia no asumida como tal sino como componente de la ecuación ritualizada.
En esa secuencia, Tomiko, siempre con una sonrisa en su semblante, ante el inusual comentario de Shuzo, cual señor feudal magnánimo, de que quizá le regale algo, ya que no parecen ser habituales los detalles por su parte, responde que agradecería que le firmara, y pusiera un sello, a un papel. La mandíbula de Shuzo se desencaja cuando advierte que es una petición de divorcio. Si Shuzo la desprecia con la aplicación desconsiderada de una formalización de distribución de roles, acorde a una tradición, ella le responde con unas maneras formales y corteses que son como una cuchilla sonriente que rasga telón y desmenuza máscaras. De ese modo, deja expuesto a las desconcertadas interrogantes a quien no sabe cómo volver a encajar su mandíbula, la percepción de su esposa, de la relación e incluso de la misma realidad, ya que sólo sabe reaccionar a golpe de gruñido. Porque si algo caracteriza a Shuzo es su brusquedad y suficiencia, la falta de consideración que muestra con sus comentarios, como si los demás fueran meras escupideras.
Durante la narración de esta vivaz y burlona comedia muchos personajes se caen o tropiezan, en primer o segundo término del encuadre, en correspondencia a cómo parece desmoronarse para esta familia su escenario, esa estructura de vida cimentada en las inercias, desajustadas las rutinas, e incluso evidenciándose las inconsistencias aceptadas como parte integrante del paisaje doméstico de la relación, como se ejemplifica entre Konosuke y Keniche. Una relación parece disolverse, como evidencia, una vez más, de que puede haber término, tarde o temprano, para cualquier proyecto de relación. Otras enquistadas en su dinámica ritualizada sienten que pierden el paso, como si se hubiera producido una avería en el engranaje que afectara, por contigüidad, a relaciones también asentadas en la costumbre. Y, por último otra relación se gesta y consolida: Fumie (Yui Natsukawa) propone matrimonio a Noriko (Yu Aoi), así como que compartan piso. Hasta ese momento, Fumie aún convivía con sus padres y con su hermano Konosuke, Keniche y sus dos hijos. La razón, como explica a Noriko, de que haya dilatado tanto su presencia es que se consideraba el pegamento de las desavenencias familiares, en particular entre su padre, Shuzo, y su hermano, Konosuke. Fumie es afinador de pianos, y ha procurado ser quien afinara las disonancias familiares, aunque más bien funcionaran como pasajeros parches. Por eso, se hacía necesario algún gesto más corrosivo, como el de su madre, que ejerce como interrogante que abre fisuras y plantea radicales reformas en el edificio deteriorado de una relación (y de una tradición cultural).
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