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viernes, 30 de agosto de 2024

The wild blue yonder

 

The wild blue yonder (2005), de Werner Herzog, es una historia de ciencia ficción y es un poema. Es un documento sobre los exploradores de la azul lejanía que no sabe de límites, y es el incendio de lo posible, la quemadura de una negación, el réquiem por un planeta que degradamos, y la llama que gesta. Es metáfora que se eleva hacia las inmensidades del infinito, y se sumerge donde las perspectivas se transfiguran. Es una historia de ciencia ficción que invoca lo insólito. Es una metáfora que danza entre los extremos para dotar de cuerpo a la experiencia de la inmensidad. Hemos encorvado los ojos, hemos succionado la vida para nutrir nuestra ceguera, hemos edificado ruinas y límites. Hemos dejado de mirar a las alturas, y de explorar las profundidades. Hemos dejado de escuchar la música que nos saja y abre para que nuestras entrañas naden con el infinito. Hemos dejado de buscar y explorar el indómito y azul allá (wild blue yonder), lo que no sabe de límites en el azul del cielo, en el azul del agua. Atravesar ese azul, hacer travesía del azul, el momento de la sensación verdadera, verbo que se humedece. Para dejar de habitar este exilio en el que no somos. The wild blue yonder está hilvanada a través de un narrador que es un extraterrestre que se parece a Brad Dourif, aunque realmente es Werner Herzog, y al mismo tiempo los tres. Un extraterrestre que nos narra cómo su civilización, proveniente de ese metafórico Más allá del sol con el que se podría también traducir Wild blue yonder, intentó asentarse en nuestro planeta tras que el suyo sufriera las consecuencias de una glaciación (nuestro reflejo en el espejo, nuestra distorsión). Pero fracasó en el intento. Nos narra el viaje de una expedición humana en busca de otros confines donde poder asentarse, otros remotos lugares que poder habitar, y los encontraron en ese Más allá del sol (lo posible), hasta que retornó 800 años después para encontrarse con que ya no había asentamiento humano en la Tierra.

La odisea narrada está hilvanada, por un lado, con imágenes de archivo de la expedición STS-34 de la Nasa, con la nave Atlantis, que puso en órbita a Galileo, la primera nave en orbitar alrededor de otro planeta, Júpiter. Y por otro, con la inmersiones bajo el hielo del músico Henry Kaiser en la Antártida (las que motivaron que Herzog quisiera realizar la posterior Encuentros en el fin del mundo, 2006), como si fueran ambos encuadres, cuerpos, del mismo viaje, de la misma exploración, ese Más allá del Sol, ese territorio desconocido, que dejamos de explorar, para en cambio convertir cada vez más en inhabitable este aquí. Herzog se siente como un extraterrestre, se siente fuera de una predominante forma de habitar el planeta, la vida, que considera como una contaminación invisible, como una corrompida actitud, que se refleja, por extensión, en la contaminación material. Una civilización en ruinas aunque no lo aparente. Pero Herzog no deja de explorar lo que se considera el fin del mundo, las lejanías no holladas, o desconocidas, porque sabe que en lo infinito reside lo que no deja de perseguir, aunque sólo se capte y vibre por un instante de modo efímero, pero sabe posible: abrir los ojos hasta transformarlos en agua y viento y, sobre todo, música. La sequedad de nuestra civilización es muda, como el ruido del brazo de un tocadiscos que no avanza sobre el vinilo. El aliento de Herzog danza con la humedad del asombro, con la infatigable mirada del argonauta que surca con la proa de su mirada los vientos y las aguas, tanto visibles como invisibles.

Herzog hace de la narración trance, despliegue sensorial, experiencia. Materializa en su narración la fusión que es transformación, los cuerpos en otros elementos, en el agua, o flotando en otro tipo de gravedad, dentro de la nave espacial. El afuera es dentro en la conjugación de su narración, como las manos que se entrelazan. Las instrucciones de Herzog al cellista Ernest Reijseger, y el cantante senegalés Mola Sylla, acompañados de las voces de Sardinia, fueron escuetas: Haced espacio. Su sublime música (una de las más excepcionales experiencias musicales) logra elevar a alturas y sumergir en corrientes pocas veces franqueadas en el cine, como umbrales que nos invitan a desnudar y abrir los poros de nuestra piel interior. Allá donde las palabras no llegan, o sólo la tocan con la punta de los dedos los ángeles del asombro, como los que observan y hablan con el verbo de Peter Handke en Cielo sobre Berlín (1987), de Wim Wenders. Por unos instantes nos transcendemos, somos música que nada bajo el hielo o flota en una nave, o nada en el espacio exterior y flota dentro el agua, porque no hay ya límites en las sensaciones, nos hemos hecho espacio. No hay centro de gravedad, dejamos que nos invada lo infinito, el asombro. Nuestros cuerpos se encienden, como si despertaran. Sentimos que habitamos esa bellísima altiplanicie donde se dice que aterriza la nave. O así debería ser, aterrizar y volar, nuestra mirada, así deberíamos habitar la realidad. Una mirada despejada de la que brota la exuberancia de la vida.


miércoles, 28 de agosto de 2024

Terciopelo azul

 

A David Lynch le atrae penetrar en las hendiduras, en las oscuridades que son perforaciones, fracturas, fisuras (de la realidad, de la mente humana). Así comenzaba Cabeza borradora (Eraserhead, 1975), el vómito mental de una repulsión, la vertiente desesperada de la paternidad, la que siente que su mente se quiebra, enajenada por la tortuosa abducción en la que se convierte el cuidado de la criatura recién nacida (que surgió por otra hendidura). El bebé puede ser como un Alien, cuyos berridos incansables se convierten en ácido para la mente, para los nervios. La paternidad puede convertirse en un desafío, el de no convertirse en un monstruo al lidiar con la monstruosidad de una material carnal aun sin identidad, sin voz, que es pura visceralidad, antes de que los lamentos, los chantajes emocionales, los convirtamos en elaboradas estrategias. Las texturas sonoras son como el canto de sirena de un abismo que aspira a devorarte, a convertirte en otra masa carnal cuya maquinaria mental revienta y retorna a lo primigenio, al grito de esa bestia que nos alienta camuflada entre las máscaras de la civilización, de los hábitos, de los espacios familiares, de los repertorios. En Cabeza borradora los decorados son espacios de un universo vaciado, derruido, escombrado, agreste como el acero y la piedra. El escenario de una mente en cortocircuito. El radiador y el vello, la máquina y lo orgánico, nuestros engranajes. Cabeza borradora es una comedia grotesca, el extrañamiento que mira, ya desde el inicio, desde el propio abismo. En Carretera perdida (Lost highway, 1997) se introducirá en la opaca negrura del estudio del músico cuya mente se cortocircuitará por el desquiciamiento (de sus celos, de controlar a quien presuntamente ama); el relato se tornará el de la oscuridad fracturada de su mente. En El hombre elefante lo hace en ese ojo incierto, desconocido (por cuanto se proyecta sobre ello lo siniestro, el miedo de lo anómalo), la hendidura de la caperuza de john Merrick. La cámara se sumergirá en esa oquedad para conjugar en un montaje secuencial sus terribles pesadillas, a través de oscuros sótanos, el embrutecimiento de las actividades industriales, con cuerpos magullados por las maquinarias, la evocación de su madre y las palizas y torturas a las que le habían sometido repetidamente toda su vida, como el que le hicieran verse en un espejo como disfrute. La crueldad del ser humano en sus diversas facetas (individual, socio laboral).


En Terciopelo azul (Blue velvet,1986) la cámara penetra en el interior de una oreja. Como si entrara en la mente de Jeffrey (Kyle McLachlan), aunque la oreja no es suya sino la oreja cortada que ha encontrado en un descampado. Entrar en esa oreja es como penetrar en el césped y encontrar una muchedumbre de insectos batallando, como se refleja en la secuencia introductoria. A la imagen de los insectos le precede la imagen que oculta la putrefacción, los golpes, la violencia, los accidentes: el cartel publicitario. La imagen. Vivimos en (de) la imagen, buscamos la imagen de seguridad. Unos bomberos que nos saludan, unas flores de vivaces colores ante una valla de impoluto blanco y un resplandeciente cielo azul. Como el telón de un teatro, como un trozo de terciopelo que oculta la carne desgarrada, tumescente, herida. En la pantalla de la televisión una mano porta una pistola. Un hombre riega el jardín, una imagen plácida. Sufre un súbito ataque. Un perro intenta capturar el chorro del agua. No se puede morder a la vida, capturarla, se nos escapa, es imprevisible. Hoy estás regando, mañana postrado en la cama de un hospital conectado a aparatos, inmovilizado, una figura que parece tanto carne como metal. Será tras esa visita cuando Jeffrey encuentre la oreja en un descampado. Un corte de tu oreja: creces, te haces adulto. Dejas la infancia. La es también vulnerabilidad. Los accidentes pueden ocurrir cuando menos se espera. Se dice que no cruces sin mirar porque un coche te puede atropellar (como en las imágenes iniciales se ven a unos niños cruzar un paso de peatones mientras alguien detiene a los coches con el signo de Stop). Pero a veces tienta cruzar, internarse en las aguas profundas donde te han dicho que no nades, porque son peligrosas, imprevisibles, inciertas. Cruzas, te sumerges, y la vida te atropella. Jeffrey lo hace, quiere aventura, quiere crecer, quiere tener experiencias, quiere sentir el deseo, realizarlo, materializarlo. Quiere saber qué hay tras esa incógnita de la oreja. Por eso, se decide a visitar, en la noche, al agente Williams, encargado del caso. Encuadrado en contrapicado, como si fuera a cruzar un umbral en su vida, es una sombra que desciende de la luz de su infancia, de su dormitorio hacia las sombras, hacia la oscuridad, hacia el abismo. En la pantalla de la televisión unas piernas ascienden las escaleras. La vida es una extraña ficción. Una serie de amenazas potenciales. Entra en el turbulento espacio del deseo, en la materia oscura. En ese tránsito, hacia la casa del detective, es cuando la cámara se introduce en la oreja. Jeffrey entra en la oreja cortada, como lo hace la cámara. Entra en el hogar del policía que lleva el caso de la oreja cortada. Entra en la realidad que no es valla de imagen sino materia descarnada, crudeza, violencia y dolor. La primera imagen del interior del ese hogar es la fotografía de Sandy (Laura Dern) la hija, como si el deseo se invocara, como si se quisiera transformar la imagen (la fantasía) en carne. Cuando sale de la casa, escucha una voz que le alude, y de las sombras, precisamente, surge la imagen hecha cuerpo, Sandy, quien le suministra los necesarios datos sobre la investigación para que Jeffrey quiera seguir ese hilo.


Sandy será su cómplice, aun en principio remisa, por ser más cabal, en una aventura, una investigación, que es iniciación a la vida, entrada en la vida adulta, en las aguas profundas: Deep waters (aguas profundas), de hecho, se llaman los apartamentos donde vive Dorothy (Isabella Rosellini) la mujer del hombre que parece haber perdido la oreja. Padre ausente, como el padre de Jeffrey fue quien sufrió el accidente regando (y ahora es una figura postrada que no puede articular palabra; es materia vulnerable, incapacitada, aun provisionalmente). La fundación de sentido se quiebra, se accidenta. ¿De dónde proviene el viento que agita la llama de la vela o las cortinas en el apartamento de Dorothy? El niño parece haber sido secuestrado, como la niñez de Jeffrey empieza a perderla cuando quiere rescatarla. Porque entra en la oscuridad, donde es golpeado, y donde golpea, donde la carne se muerde, se magulla, se azota, se desea, y la mente se precipita donde el sentido se desvanece entre rugidos y luces que se queman y funden. La luz se sobreexpone y parece a punto fundirse la primera vez que sale de esos apartamentos, tras su primera toma de contacto con la naturaleza siniestra que anida en lo adulto, en el deseo, en el ciego instinto. Será sorprendido por Dorothy cuando ella le sorprenda dentro del armario, y con cuchillo en mano, le obligará a desnudarse, pero también le expresará su deseo (extremos aparentes se conjugan para su desconcierto). Aunque ese arrebato será interrumpido, y será testigo de la violencia que ejerce Frank (Dennis Hopper) sobre ella, cómo la somete, con golpes y con un acto sexual que se asemeja a la violación, porque asemeja al sometimiento. Muerdes el terciopelo azul, muerdes el telón, y sientes la carne sangrar, gritar. Si en la secuencia en la que iba a bajar las escaleras en su hogar para dirigirse hacia la casa del policía a cargo del caso, su contrapunto eran las imágenes de unas piernas ascendiendo unas escaleras, en otra de sus visitas a Dorothy, para proseguir su relación sexual, se intercala, durante su despedida, los planos de la vacía escalera. Cuando salga por la puerta se encontrará con Frank y sus compinches, quienes irrumpen en su realidad para golpearla y conmocionarla.


En cierta secuencia que Jefrrey comparte con Sandy su consternación y sobrecogimiento, hablan, con una iglesia tras ello con sus coloridos ventanales. Repiten cuán es extraño ese mundo. Ese contraste acentúa la extrañeza ¿Qué realidad habitan, cómo se relacionan con la realidad?¿Qué es lo extraño? Tras otra cita, Jeffrey ( y este ya amante de Dorothy) llevará a Sandy al hogar, y aparecerá tras ellos Dorothy con el gesto enajenado, con el desnudo cuerpo rebosante de magulladuras. Como el gesto transido tras una dosis abrumadora de sexo. El cuerpo ha desterrado los corsés de la imagen, del maquillaje del saludo de un bombero donde habitan los pájaros de plastilina. Cuando Jeffrey acaba con su otro padre, Frank, el hombre que había secuestrado al hijo de Dorothy, el mago de Oz siniestro que había secuestrado su voluntad a base de golpes y oscuridad, la luz se hace de nuevo resplandor y se funde, como si un proyector se quemara, porque una película se ha quemado para que empiece otra, para dar luz a otra, como refrenda el beso de vibrante carnalidad entre Jeffrey y Sandy, beso que es mordisco, un devorar mutuo de entrañas, celebración de la carne. Hágase la luz. Hágase la carne. Antes de que lleguen los pájaros de plastilina y vuelva a correrse el telón. Antes de que la cámara penetre en la carne palpitante de la mente fracturada de los celos, de quien no sabe amar, como será el caso del protagonista de Carretera perdida, sino que es engullido por la oscuridad, aquella en la que en el rostro de quien amas sólo ves otros rostros que vulneran tu berrido, el del bebé que sigue necesitando ser el centro del mundo, aunque los engranajes se cortocircuiten y se vomite la incapacidad de saber ver al otro, que nunca podrá ser propiedad controlada de uno. La vida es una extraña ficción que puede convertirse en una carretera perdida.

lunes, 26 de agosto de 2024

El hombre elefante

 

El productor Jonathan Sanger, quien posteriormente dirigiría episodios de las series creadas por David Lynch y Mark Frost, Twin Peaks y On the air, accedió, a través de la niñera de sus hijos, al guion de El hombre elefante (1980) que habían escrito Christopher De Vore y Eric Bergren, adaptando tanto El hombre elefante y otros recuerdos (1923), de Frederick Treves (el médico que le trató) y El hombre elefante: Un estudio sobre la dignidad humana (1971), de Ashley Montagu. Sanger se lo propuso a Mel Brooks, de quien había sido ayudante de dirección en Máxima ansiedad (1977), quien decidió producirlo a través de su productora Brooksfilm, aunque remarcó que su nombre no apareciera, como productor ejecutivo, en los créditos para que los espectadores no pensaran que podía ser una comedia. Fue el asistente de Sanger, Stuart Cornfeld, quien sugirió el nombre de David Lynch. Como Brooks no le conocía, organizaron una proyección del primer largometraje de Lynch, Cabeza borradora (1975), en la sala de la Fox, y Brooks quedó entusiasmado. Se reelaboró el guion con las ideas de Lynch, quien quedaría acreditado junto a De Vore y Bergren. Dustin Hoffman quería interpretar a John Merrick (1862-1890), quien en realidad no se llamaba John sino Joseph Carey, un hombre con cuantiosas severas deformaciones (como su desproporcionada cabeza, que le impedía dormir en posición horizontal pues ponía en peligro su vida; de hecho moriría al dislocarse su cuello). Pero Sanger pensó que Hoffman era demasiado conocido y suscitaría que el espectador estuviera demasiado pendiente de donde termina Merrick y donde comienza Hoffman. Lynch sugirió que fuera su amigo Jack Nance, protagonista de Cabeza borradora, pero se optó por John Hurt, tras ver Lynch y Sanger su interpretación y caracterización en The naked civil servant (1975), de Jack Gold; Hurt sufriría el martirio de siete u ocho horas de aplicación del maquillaje y dos para quitárselo; era tal su tormento que rodaban con él días alternativos.

Hay planos que residen en la propia memoria emocional como hitos, como si despellejaran la piel del corazón para alumbrarlo, como, en El hombre elefante (The elephant man, 1980), de David Lynch, ese movimiento de cámara hacia el rostro conmocionado del doctor Treves (Anthony Hopkins), que no puede contener sus lágrimas, cuando contempla por primera vez a John Merrick (John Hurt). El hombre elefante es de esas obras que hacen temblar, en cada visionado, el tuétano, por eso es la emoción la que primero brota, como esas lágrimas en el rostro de Treves, cuando hay que abordar esta bella obra, de rara emoción genuina, como la que el mismo Lynch hará cuerpo en la tan conmovedora Una historia verdadera (1999). Lynch puede ser un cineasta asociado ante todo a lo siniestro y a lo excéntrico, pero escasos son lo cineastas que han logrado hacernos sumergir en tan extremas emociones, de la insondable ternura a la descarnada perturbación, y según cada cual sus estrategias expresivas han sido coherente y radicalmente distintas. Esa mirada de Treves es la que se adueña de la narración. Por un lado, deja la emoción desnuda, a la intemperie, sin asideros para el espectador, tan indefensos y vulnerables como el propio John Merrick. Su deforme cuerpo es la quintaesencia de nuestra fragilidad expuesta, amplificada porque su sensibilidad es la de la sensibilidad no mancillada, sino aún pura, la mirada el asombro de un niño, sin doblez ni mezquindad, que es capaz de disfrutar con la ilusión, con la misma construcción de ilusión ( como esos castillos que él mismo diseña a partir de la cúpula de St. Philips: Lo no visible a través de lo vislumbrado; es capaz de imaginar cómo es el resto del edificio sólo viendo esa pequeña parte). Es el cuerpo, la sensibilidad, aún no mancillada por el desnaturalizado y degradante teatro de las relaciones, de (la deformidad de) la crueldad y de los intereses mezquinos que ven en los demás una representación, una conveniencia: desde Bytes (Freddie Jones), el feriante que lo explota en míseras barracas a Jim (Michael Elphick), vigilante que lo utiliza para ganarse un dinero ofreciéndolo como espectáculo, pasando por los ricos que le visitan porque se ha puesto de moda, pero también, como objeto de interés de la medicina, que suscitará los conflictos interiores de Treves cuando se pregunta qué le diferencia, si él es bueno o malo, si no lo ha utilizado como el resto para su conveniencia o beneficio (de reputación y admiración).

Es la mirada lo que diferencia a cada uno, por eso la mirada es un elemento fundamental en la construcción tanto visual como narrativa. En las primeras secuencias, Merrick es una figura entrevista, fugazmente, cuando es contemplado por Treves, y en sombra ( cuando es utilizado por Treves para la representación ante los otros médicos, perfilado entre las cortinas; doliente la sensación de que sigue siendo un cuerpo degradado, cuando entrevemos cómo le hacen girarse para que adviertan su anomalías físicas, incluso quitándole el taparrabos para que aprecien que sus genitales son sanos), o una figura cubierta con la cabeza envuelta en una especie de saco, con una sola abertura. Es un cuerpo incógnita, o un cuerpo dependiente de la utilidad que supone para el que le observa, no importa lo que siente, cómo mira y siente (dan por sentado que su sensibilidad debe ser nula, embrutecida como su cuerpo, un idiota; es una cosa). Es, también, el cuerpo de lo siniestro, de lo que inquieta, porque lo que no se comprende desestabiliza. Lynch también trama su narración a través de las miradas como en la secuencia de su llegada al hospital, acogido ya por Treves. Una enfermera le ve subir las escaleras, en su mirada se aprecia esa aprensión, ese miedo a lo desconocido. Treves observa cómo se aleja, una mirada que refleja cómo aún quiere conservar en secreto la presencia de Merrick, en la que subyace esa combinación de pudor y de ansias de reconocimiento en su profesión (que más adelante le hará plantearse su papel en esta función). El director observa con expresión intrigada cómo Treves sube a unos aposentos superiores ( a su vez en su mirada se advierte que se percata de que Treves trama algo). Hay secuencias de exquisita sensibilidad orquestadas por las miradas, como la visita de la actriz Madge Kendal (Anne Bancroft), que culmina con ambos recitando Romeo y Julieta de Shakespeare, o la visita a la casa de Treves y su esposa, Ann (Hanna Gordon), quien no podrá contener sus lágrimas. En las dos secuencias se perfila la auténtica piedad y la mirada luminosa a través de ambas mujeres. Y esta ese ojo de lo siniestro, el de esa caperuza de Merrick. La cámara se sumergirá (como hará en Terciopelo azul en la oreja, o en Carretera perdida en la opaca negrura del estudio del músico) en esa oquedad para dar paso a sus terribles pesadillas, en las que se conjugan los extremos, oscuros sótanos, el embrutecimiento de las actividades industriales, la evocación de su madre y las palizas y torturas a las que le han sometido toda su vida, como el que le hagan verse en un espejo como disfrute.

Lo terrible y lo lírico se conjugan con mano maestra. En cuanto lo terrible, la secuencia en la que entran los clientes de Jim en su habitación para reírse de él, sin escrúpulo alguno (precisamente, cuando él disfrutaba del neceser con los peines y otros utensilios de belleza, portando un bastón como si hablara con la actriz; la realidad irrumpe con un alud de su avasalladora fealdad, la fealdad de la crueldad); la crudeza de la representación, en un desangelado día lluvioso, de la feria en Francia cuando se desmaya en plena actuación, y los crueles golpes del feriante en su espalda con una vara; cómo le encierra en una jaula junto a unos babuinos que le gritan con fiereza, la solidaridad de los otros actantes (enanos, gigantes...) que le ayudan a escapar; la opresiva persecución en la estación de Londres, a su llegada, cuando, primero por unos niños que quieren ver su cabeza oculta, y luego por adultos, acosado en los baños públicos grita con desesperación que es un ser humano, no un animal. En cuanto a los momentos de inmensa emotividad: cuando Merrick pregunta a Treves, tras mirar los dibujos de gente durmiendo en sus camas, si le pueden curar; su anhelo es poder descansar como cualquiera, ya que si lo hiciera moriría, como así hace en la secuencia final, tras ser testigo de un momento mágico, la representación en el teatro ( narrada, visualizada, como un mundo de ensueño, un mundo aparte). Esta secuencia final, de acongojante delicadeza, es de lo más bello que ha dado el cine. Merrick acaba de construir la replica del edificio, ya sólo resta poder disfrutar del sueño. Aparta los almohadones para yacer en su anhelado descanso; la cámara se desplaza de su rostro conciliado hacia la fotografía de su madre, acabando en la replica del edificio, y alzándose hacia la ventana, en la que se mueven las cortinas. Por fin se elevará hacia las alturas, hacia esas estrellas en la que resuenan las palabras de su madre. Nada desaparece, nada muere. Siempre habrá alguien capaz de construir castillos con su imaginación, con su sensibilidad aún pura, que no ha sido mancillada ni degradada pese a haber sufrido los mayores desprecios y padecimientos por la crueldad humana. Alguien aún capaz de mirar y ver lo que los demás no son capaces de ver, ni quieren. Alguien que mira la vida como un mundo de posibles, con la tierna, empática y cálida ilusión.

viernes, 23 de agosto de 2024

Caché

 

Realidad y pantalla, lo visible y lo oculto (lo escondido u omitido, la fachada y la simulación), la manipulación y la sugestión. El primer plano de Caché (2005), de Michael Haneke, ya nos sitúa en las difusas fronteras que hacen difícil discernir lo que es real de lo que es imagen/representación: Tras que finalicen los títulos de crédito, que se suceden en el mismo plano como si fueran las líneas escritas en un monitor, el plano de la fachada que contemplamos se revela como el de una grabación, al escuchar las voces de quien lo están contemplando, los mismos habitantes de ese hogar, Georges (Daniel Auteuil) y Anne (Juliette Binoche). No es una mirada neutra, sino la interferencia de otra mirada, no es la representación de lo real (la invisibilidad convencional de la cámara) sino una imagen (que se rebobina y acelera); es la intrusión de la ficción, porque plantea interrogantes, ¿quién?¿Por qué? Una trama en el fuera de campo como incógnita. A la vez anuncio de cómo la relación entre los habitantes de ese hogar (o tras esa fachada) quedará desmontada en sus cimientos ficticios, ya no sólo por lo no compartido del pasado, sino por lo que revela de cuán poco se comparte en el presente, o cuánto de pantalla tiene su relación.

Georges, precisamente, es un hombre de pantalla/imagen, es su espacio, el escenario que domina, ya que es director y presentador de un programa literario. La cinta en cuestión adquiere una condición fantástica, ya que alterará la percepción de su propia vida, y le hará perder paso, desestabilizarse, por cuanto expondrá lo que mantenía oculto. Un indefinido ojo, el de un fuera de campo, que se hace manifiesto, aunque no visible, lo que resulta más perturbador. Las fisuras en la propia vida, esas a las que no se presta demasiado atención en la inercia cotidiana comienzan a salir a flote, a aparecer. Esa otra mirada parece irrumpir desde el pasado, o cuando menos lo reaviva y resalta (el título, Caché, alude a unas máscaras que utilizaban los directores de fotografía en el cine silente, con el que bloqueaban una parte del encuadre para resaltar otra parte). En especial, cuando una de las cintas muestra la grabación desde un coche que circula por la granja en la que vivió de pequeño, Georges lo asocia o conecta con acontecimientos pretéritos, aunque en principio no entiende el por qué o el quién. O sí intuye quién puede ser, pero lo mantiene oculto durante buena parte de la narración, incluso a su esposa, como Haneke hace lo mismo con el espectador. Aunque dosifica indicios de que algo oculta, y deja entrever las fisuras que han quebrado su inercial pantalla de vida. Se percibe primero en cierta vacilación en su voz, superpuesta a la imagen que les han grabado. En el primer tramo de la narración rasgan su continuidad ciertos enigmáticos planos desubicados, no contextualizados, el de un niño, en aquella granja, con sangre en su rostro, como los dibujos que acompañan a la cinta. Georges interroga a su madre sobre alguien del pasado, Majdi, pero no se explicita por qué, sólo que es un recuerdo desagradable.

El extrañamiento se aposenta en la narración de un modo quedo, como esa desdramatizadora ausencia de música en la banda sonora, y el amortiguamento del diseño de sonido. Es un planteamiento hierático del fantástico que incide en la relación monitorizada con la realidad. En ocasiones se nos introducen imágenes grabadas sin que, en primera instancia, se remarque a qué pertenecen (si es la mirada subjetiva de Georges o es una grabación), como si la otra mirada ya dominara la realidad de los protagonistas, como los travellings subjetivos (desde un coche y por un pasillo) que llevan hasta la puerta donde habita la conexión con ese pasado, Majdi, quien fue aquel niño que antes hemos visto en diversos flashes. Importa menos dilucidar qué es lo que Georges no quiere que se sepa de su pasado, o qué le avergüenza, sino ese extrañamiento que, por un lado, desestabiliza unas vidas: vulnerables a la sugestión; del mismo modo que el amigo en la cena logra sugestionar a sus amigos sobre la historia de un perro y su reencarnación en él, lo posible, al faltar el sentido en el nexo de unión de las piezas del puzzle, ofusca a la imaginación, pero con una condición amenazante, perturbadora: por ejemplo, la desaparición del hijo durante una noche; a retener el uso de la pantalla de la televisión de fondo mientras ellos especulan sobre dónde puede estar. Y un extrañamiento, por otro lado, que las desmontas: ¿Sobre qué se sostiene la relación entre Georges y Anna si el primero no sólo oculta en primera instancia sus sospechas sino que cuando comparte que las tiene, que puede intuir quién y por qué, sólo las enuncia sin querer explicitar qué en concreto?¿Sobre qué se sostiene la relación con su hijo, si tras sufrir durante una noche por su desaparición, temiendo por su vida, quizá secuestrado, o muerto, se revela que el niño se encontraba en casa de un amigo y no había querido notificar nada, e incluso al volver se muestra evasivo y susceptible, sin que parecen esforzarse en realmente comprender su actitud? Al fin y al cabo, lo que se revela del pasado es cómo una versión falsificada, una mentira, con raíz en el despecho, generó dolor en otro (en Majdi, quien fue recluido por un orfanato debido al falso relato incriminador de Georges); ahora se revelan las falsificaciones del presente, los dolores o resentimientos callados.

Más allá de la cuestión xenófoba que se desentraña (no sólo por la anécdota del pasado, sino manifiesto en detalles en el presente como la agresiva discusión de Georges con un ciclista de raza negra que está a punto de atropellarle porque él cruza la calle sin mirar, aunque el primer circule en dirección contraria), lo que es lo mismo que decir que hay xenofobias silenciosas ocultas bajo las buenas (correctas) maneras, lo más apasionante reside en cómo se evidencia esa forma de habitar (no conscientemente) la realidad como una pantalla: cómo se asocian momentos (interconectados) a través de encuadres semejantes, generales, como de monitor: la red de la pantalla (de la vida), causas y consecuencias, agentes reveladores y agentes simuladores: El ya citado plano introductorio; aquel de Majid degollándose delante de Georges: contrasta el ángulo de cámara con el utilizado la primera vez que Georges le visita, desde el otro eje, el ángulo de alguien que entra en otro mundo, irrumpiendo, demandando con agresividad, susceptible: posteriormente, veremos que habían grabado esa conversación desde el otro eje: desde ese, ahora, vemos cómo Majdi se degüella: no hay corte de plano, se dilata, con los estertores de Majid en el suelo, y el aturdido deambular por el encuadre de Georges; el largo plano, en el pasado, cuando vinieron, en coche, a la granja familiar de Georges, a llevarse al niño Majdi, pese a la renuencia de éste, que intenta darse infructuosamente a la fuga; el anteúltimo plano, en el que Georges, en su habitación, cierra las cortinas, y desnudo, se mete en la cama: el gesto derrotado de quien quisiera poder olvidarse ( ocultarse) del mundo pero sabe ya que no es posible, porque desnudo ha quedado cuando se han evidenciado las mentiras de su pasado y las de su presente. Y el plano final, que, como corazón de las capas descubiertas, revela quiénes estaban tras aquel indefinido ojo/monitor que puso en evidencia, o hizo sangrar, las falacias de la fachada que enfocaba.