En No hay tiempo para amar (No time for love, 1943), de Mitchell Leisen, para la que Claude Binyon desarrolla el argumento de Robert Lees y Frederic I. Rinaldo, los estereotipos sobre lo masculino y lo femenino, y las contradicciones resultantes cuando imagen y sentimiento entran en colisión, son los que son objeto de otra irónica y aguda reflexión en el cine de Leisen. Katherine (Claudette Colbert) es una fotógrafa de reconocida valía en el medio (Inspirada en Margaret Bourke-White, célebre por sus estilizadas fotografías sobre ambientes industriales), la cual, es criticada, en las primeras secuencias, por su redactor jefe, ya que en su serie de fotografías de las bambalinas de una representación de danza solo ha fotografiado los espacios, sin presencia alguna de cuerpos. Se lo plantea al editor, Henry (Paul McGrath), que es también novio de Katharine. Henry apoya a Katharine, no solo por el vínculo afectivo sino por el reconocimiento de su trabajo, pero el redactor jefe decide asignar otro encargo para el que remarca que no se centre en los espacios, de los subterráneos donde estan excavando un tunel bajo el río en Nueva York, sino en los cuerpos, los hombres. Con lo que primero se confrontará es con la reticencia de unos hombres a los que domina la superstición de que la presencia de una mujer atrae la mala suerte. Su presencia, de hecho, ofusca a algunos de los hombres que realizan acciones atolondradas que provocan un accidente que está a punto de acabar con la vida de Ryan (Fred MacMurray), en quien Katharine se había fijado, pidiéndole que pose para él, y al que de hecho salvará la vida. Esta circunstancia será la que determine que, poco después, al ser trasladado para ser atendido, se pelee con tres compañeros, a los que noquea sucesivamente. No por decisión de Katharine, sino del redactor jefe, al publicarse una foto de Ryan en la que le retrata peleándose, Ryan será despedido, por lo que ella, como compensación, le ofrece un empleo como ayudante en su estudio de fotografía. El choque en principio es manifiesto. Ambos parten de preconcepciones. Ella le considera un auténtico primate, un bruto sin sensibilidad ni maneras, un macho en grado de cero. Y él la considera una petulante esnob, como a sus amigos (a alguno de los cuales también noqueará, como posteriormente a un modelo de culturismo). Las contradicciones les dominan, fluctuando ambos entre la atracción y el rechazo, los intentos de acercamientos y los recelos, rechazos o abandonos.
Pese a lo que Katharine piensa de él, tiene, paradójicamente, unos sueños eróticos en el que le representa cual supermán, apodo que le endosaron en los subterráneos (curiosamente, McMurray había sido inspiración para la imagen del Capitán Marvel en 1939)). Y él no podrá evitar sentirse atraído, aunque ella le haga saber que más le atrae una silla (que él romperá al sentarse sobre ella), y evidenciará sus celos al sabotear la sesión con el culturista. De nuevo, los estereotipos, las imágenes hechas, y las proyecciones se verán en cuestión. Las cosas no son lo que parecen, y menos lo que proyectamos, en esa maraña de presunciones de lo que es una mujer o un hombre. Ni él es tan primate ni ella es tan pretenciosa, ya que, como ella descubrirá más adelante, él no es solo un obrero, ya que es ingeniero que, precisamente, trabajaba como obrero para conocer mejor, de primera mano, el trabajo. Es quien propondrá un modo de perforación que pueda agilizar el proceso de trabajo. La rudeza de Ryan también estaba motivada por su recelo con la actitud de Katharine, por lo que presuponía sobre ella. Los recelos generan reacciones susceptibles. Ambos se enzarzan en un pulso contaminado por las presunciones, o insuficiente y parcial percepción, que tanto él como ella se hacen sobre el otro.
Al modificar su percepción sobre Ryan, y sentirse en parte responsable de que la primera prueba no saliera positivamente por su interferencia, Katharine, literalmente, en una estupenda secuencia, se sumergirá en el barro de la mina para conseguir las pruebas (patentes en las fotos de su cámara, que quedó enterrada en el barro) que posibiliten que el proyecto de Ryan logre el apoyo de los empresarios (y no sé si hace falta explicitar la sutil ironía contenida en el uso metafórico de la perforación). Las sillas, por otra parte, proporcionan más juego. En cierta secuencia, Katharine propone, en una cena, que Ryan y sus amigos participen en el juego de las sillas, que ellos desconocen, por lo que, para conseguir cada silla, se dedican a pelearse en vez de meramente sentarse. En las secuencias finales resulta impagable esa imagen de Ryan portando en una mano una silla (o sea lo que representa él) y en otra al novio editor, cual si fuera una balanza ante la que ella debe elegir. Ambos dejarán de lado sus orgullos y presunciones para materializar una relación sentimental de nuevo asentada en una igualdad que rasga ese escenario de proyecciones de atrofiadas imágenes masculinas y femeninas que incentivan el pulso de poderes y egos. No hay mejor que la desnudez del sentimiento forjado en la complicidad.
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