En El americano (2010), de Anton Corbijn, se pueden rastrear ecos de la espléndida Fuga sin fin (The last run, 1971), de Richard Fleischer, aunque éste aplique un energético dinamismo a la narración mientras que la primera esta tiznada de un tono fúnebre, espectral, que le acerca más al cine de Jean Pierre Melville. Es el contraste que se puede apreciar entre la determinación que expresa el gran George C Scott, aunque deje entrever su vulnerabilidad, con esa pesadumbre que agrieta la mirada sombría de un estupendo George Clooney. Ambos son extraños en una tierra extraña, uno en España y otro en Italia, y sobre ambos pende la permanente sensación de que han llegado al final de su camino. Una de las virtudes de El americano es como logra transmitir la sensación de intemperie del protagonista, ya que cualquier personaje con quien se cruza, cualquier espacio, siempre puede ser una amenaza. No hay lugar seguro. La tragedia ya se palpa desde las primeras secuencias, como una sombra constante, en un personaje que busca una redención, mientras que en Fuga sin fín, el curso del desarrollo dramático está impregnado de una afirmación vital. Puede ser la última carrera (como indica el título original: The last run), pero Garmes (Scott) logra afirmarse aunque le cueste la vida. Ya en las primeras imagenes queda manifiesto. Garmes conduce un coche por las carreteras, poniendo a prueba más que a la maquina a sí mismo. El coche es una extensión de sí mismo, es su trabajo, su profesión, al otro lado de la ley. Aunque lleve ya nueve años retirado, acepta un nuevo encargo, conducir a un fugado, Ricard (Tony Musante) al destino indicado. Garmes siente que ya no pertenece a ninguna parte. Vive en un lugar de la costa, donde se retiró con su esposa e hijo para dedicarse a la pesca, pero acabó alquilando una barca para que otros pescaran, su hijo murió y su esposa le abandonó. Su relación con la prostituta Monique (Collen Dewhurst) es la única que le hace recordar, en un mínimo grado, que es aún cuerpo vivo. Este retorno es su forma de afirmarse en lo que es y vale. Quiere saber si es aún capaz, aún más, si está vivo, porque siente que se está muriendo gradualmente. Y por ello, se arriesga a que pueda perder la vida, cuando se involucra más de lo que implica su trabajo, cuando tras llevar a Ricard y su novia, Claudia (Trish Van Devere) a su destino, descubra que los van a ejecutar.
Fuga sin fin es un vigoroso y admirable thriller, entre lo solar y lo melancólico. Richard Fleischer, que entró en su etapa más irregular desde finales desde los sesenta, en esos años realizaría otras obras tan esplendidas como El estrangulador de Boston (1968), El estrangulador de Rillington place (1970); Los nuevos centuriones (1972), Cuando el destino nos alcance (1973) o Mandingo (1975). Un proyecto que, en principio iba a dirigir John Boorman, y después John Huston, quien intentó modificar radicalmente el guion de Alan Sharp. Su perspectiva divergía de la de Scott. Cuando llevaba un mes de rodaje, se desentendió de la producción. Fleischer retomaría el guion original. Un afortunado cambio, ya que Huston suele ser más obvio y Fleischer aplicó su sabiduría y precisión narrativa, jugando de modo proverbial con lo implícito. A destacar también cómo contrasta actitudes, el hombre de otro tiempo, Garmes, trata caballerosamente a Claudia, mientras que su novio, Picard, no tiene escrúpulos en pedirle que se acueste con Garmes para manipularle. El gesto de Scott (tras mantenerse varios segundos de espaldas a cámara) cuando ella le dice al final que no se va con él es portentoso, por su sonrisa doliente.
Me alegra que reivindiques esta cinta bastante olvidada del maestro Fleischer, quien incluso en un periodo pretendidamente menor hizo todas esas películas que citas en el último párrafo.
ResponderEliminarSaludos.