No soy una pintora de retratos. A lo sumo diría que me dedico desde siempre a la autobiografía, a la crónica de mi vida y de mi familia. Las pinturas de Celia Paul (1959) eran reflejos de sí misma. Trazaban su propia vida, su relación con la misma, su propia mirada. Ese mismo enfoque es el que vertebra con palabras Autorretrato (Chai Editora). Palabras que reflexionan sobre su vida, palabras que intentan captar los diferentes episodios de su vida, sea con prosa, u ocasionalmente, con poesía. Buena parte de ese autorretrato está centrado en su relación, desde 1979 a 1988, con el pintor Lucien Freud. Años que, a su vez, afinaban un proceso de formación. O cómo la dependencia, la concepción de la relación como extensión de otro sin que necesariamente implicara enajenación, se tornó encuentro consigo misma, con la versión afinada de sí misma tras un proceso en el que la influencia del pintor fue nutrición pero también contraste o incluso desconcierto. Empiezo a fantasear con la posibilidad de vivir sin él y mi propia indiferencia es un consuelo. En ese proceso, en sus inicios, se confronta con la conmoción de la desnudez de la sinceridad, o la compartición de las emociones (sin camuflajes o filtros), singular en alguien como Celia que se sentía incómoda con la desnudez (porque la relacionaba más con lo clínico, lo objetual, que con el despliegue de los sentidos). Fue una mañana rara, y me quedo desorientada. Qué angustiante es revelarle una zona oculta a alguien y que de pronto cambie la imagen que mostrábamos (…) quizá el malestar que siento en la boca del estomago después de confesarle a Lawrence lo que siento por Lucian no es por vergüenza o por mostrar algo oculto, sino porque de pronto me he sincerado y he recibido una respuesta sincera a cambio. La desnudez como conmoción.
Esa relación con interposiciones de filtros y camuflajes en relación con el cuerpo y la emoción también refleja un contexto, un tiempo. Era la época del punk, una estética que se relacionaba con la negación, como un anverso de la cultura hippy. La posibilidad de la conciliación armoníca se vería suplantada por el escéptico exabrupto. La vecindad con la desnudez se tornaba cadenas y cuero, los cabellos sin contornos en cortes de pelo que eran aristas. Yo no tenía piedad ni me importaba si hacía daño a mis seres queridos (…) En 1980 el punk estaba en su última encarnación y ya empezaba a amainar pero todavía tenía aspiraciones subversivas (…) Quedaba mal expresar las emociones. Yo no quería cultivar un estilo indiferente y frío. No quería estar a la moda porque odiaba formar parte de cualquier grupo. Pero la necesidad de agradar se hacía sentir, y sufría cuando me daba cuenta de que mis reacciones eran demasiado intensas o emotivas. Se suponía que había que restarle importancia a todo. La gente adoptaba gestos estudiados con tal de parecer arisca o distante. La dificultad de relacionarse con las emociones encuentra interesantes, y variadas, resonancias en la respectiva pintura de Freud y Paul (en sus trazos, en su forma de expresar la piel, los contornos, la organicidad) y en la estética punk. Resulta sugerente, al respecto, cómo Celia se fijó, en un bar, en un hombre que no se percató aparentemente de su presencia, un hombre que no la miraba, y que se convertiría años después en su marido. Un día no existes para otro, no estás presente en su pantalla de vida, y en otro puedes ser su centro, o uno de sus centros. La vida y sus imprevisibles derivas y cruces.
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