Un lugar en la cumbre (A room at the top, 1959), inspirada opera prima de Jack Clayton, adaptación de la espléndida novela de John Brayne, es el relato de una desaparición, de una derrota. Comienza con la llegada, en tren, de Joe (Laurence Harvey) a la tierra de la realización de los sueños, Warnley, ese mundo que miraba desde la distancia, o desde abajo, desde su población, Dafton. Finaliza con su alejamiento, de sí mismo, ya cautivo de aquello a lo que aspiraba, alcanzar un lugar en la cumbre, gracias a la boda que acaba de realizar con la hija del hombre más pudiente de Warnley, con quien se aleja en coche. Pero sus lágrimas revelan que se ha perdido ya a sí mismo en el trayecto. Quisiera retroceder, pero no sabe ya cómo. Mirar hacia atrás es mirar hacia las huellas de sus errores, al reguero de sangre de lo que ha atropellado. Un lugar en la cumbre no es el relato de un arribista. O sí pero no. Joe es alguien escindido, o vacilante, del mismo modo que oscila entre dos mujeres. Una, Susan (Heather Sears), representa la aspiración del logro material, esa realidad soñada que contemplaba desde las penurias que habitaba, realidad de ruinas, tanto la de las bombas de la guerra recién finalizada dos años atrás, como la de la pobreza. Susan representa lo que quisiera ser porque no quiere verse relegado a su condición, a un determinismo que es una imposición, cada uno en su lugar, de acuerdo a su clase, sin pretensiones de querer romper el cerco y aspirar a una posición no permitida (y que los que detentan una posición de privilegio no dejan de remarcar). Joe quiere liberarse de su pasado, de su estigma, y conformar su futuro como si ese pasado no hubiera existido. Susan es un cuerpo pero ante todo es un símbolo, es una figura en la distancia, un objetivo, una representación. Cuando visita su pueblo, su tía remarca que cuando le pregunta por la chica que le gusta, Joe sólo habla de su padre y del dinero que tiene.
Alice, en cambio, representa lo que es, representa lo que podría ser, no por posición sino por carácter. Alice es cuerpo, con Alice él es, no finge, no se esfuerza. Con Alice no hay simulaciones, no hay representaciones, son cuerpos desnudos, emociones expuestas, silencios cómplices. Aunque, en alguna ocasión, la juventud arrase con su intemperancia, con su aún ofuscada indefinición, como cuando no asume, precisamente, que Alice posara desnuda para un pintor en el pasado. Joe, que si por algo se define es por su susceptibilidad que pronto torna en ira, se deja llevar por la bestia que prioriza el valor de imagen como cree ver un reflejo de lo que no le gusta de él, o de lo que no logra encajar que hay que realizar para alcanzar las cumbres, lo que se desea, es decir, venderse. No asume, en principio, que aquella relación con el pintor pudiera no ser un intercambio de intereses. No puede entender que en una mirada sólo pudiera haber admiración, la de un artista, como se supone que hay en él cuando admira su desnudez. Joe, oscila, confuso, entre reflejos, que no dejan de estar cerca del lodo, y reincide en el cortejo de Susan, como un escenario que debe dominar (aunque tras lograr que ella ceda, y permita la relación sexual, él evidenciará, de modo manifiesto, su decepción, y decida retornar a Alice). De hecho, a ambas mujeres las ve por primera vez sobre un escenario, juntas, cuando actúan en una representación teatral, en una compañía de aficionados de la que formará parte. Como Joe se ha integrado en el escenario de la empresa, en el que también actúa, ya que cada uno se ajusta a su posición.
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