La mirada de una niña se queda prendida de unos insectos que giran alrededor de la luz de una farola. Miradas desde la distancia, luces en la distancia, vuelos de la imaginación, separación del deseo y su realización por ensimismamiento, irresolución. Niños pequeños: Ese es el título original de Juegos secretos (Little children, 2006), de Todd Field. Irónico, e irreverente, porque pone en evidencia la inconsistencia de los presuntos adultos. Como esos insectos, no cejan de dar vueltas alrededor de una luz que no alcanzan, con la que se chocan o se queman. Presuntos adultos, porque no han dejado de hacer de la vida, entre inconsecuencias, indefinición vital e inconsistencia emocional, un patio de recreo, una realidad tramada por el capricho, la ofuscación, la inercia, los celos y la estigmatización del otro, aquel que no pertenece al grupo, o es risible o condenable por su diferencia, por sus manifiestas infracciones (faltas), convirtiéndose, por ello, en objeto de transferencia de las propias frustraciones y carencias (faltas). Señalar, y condenar, a otro resulta también un modo de esquivarse a sí mismo. No se ve la propia sombra, sino que se esconde en lo que se desprecia y descalifica más allá de uno mismo.
La narración de Juegos secretos se abre con planos de figuras de porcelana y relojes (con el percutante sonido del paso sonido de los segundos). La narración se cierra con el chirrido de unos columpios que se mecen vacíos. El paso del tiempo (que pone en evidencia los fracasos, la falta de consistencia de unos anhelos, o de las relaciones maritales establecidas) y el peso del influjo de las apariencias (más que cuerpos son figuras que fingen ser cuerpos pero realmente son solo apariencias en un escenario de vida cual expositor, en el que, por añadidura, se camufla la fragilidad). Esos columpios son aquellos en los que, mientras empujaban a sus respectivos hijos, se conocieron Sarah (Kate Winslet) y Brad (Patrick Wilson), quienes vivirán un romance, y un deseo (y proyecto) de fuga furtiva, que quizá no sea más que una fantasía, una fuga en sí misma que realmente no necesita de su materialización puesto que lo que refleja es su insatisfacción con su propia vida. Ese chirrido amplificado de los columpios refleja la incapacidad de ser consecuentes con lo que realmente desean o quiere, lo que implicaría romper con esa vida que les resulta insuficiente: Field quiso adaptar al cine, antes de Juegos secretos, Revolutionary road, la novela de Richard Yates, que comparte parecido planteamiento crítico o reflexivo (fundamentada en la divergencia entre la determinación para romper con un modo de vida y la adaptación pragmática al medio), y que casualmente protagonizará Kate Winslet, dirigida por Sam Mendes, en su magnífica adaptación del 2008
En el cartel promocional contrastaba, con incisiva carga vitriólica, el título (Little children/Niños pequeños) con la imagen de los dos desnudos amantes, Sarah y Brad ¿No son ellos niños pequeños, desnudos como unos bebés, que se sienten perdidos en la intemperie? ¿Su amorío es una vía de escape o quizá la apuesta para romper, definitivamente, con un entorno, definido por la inmadurez emocional, que les ahoga? Sarah, desde luego, no se siente nada a gusto con su vida, ni con su matrimonio, ni con el entorno en el que vive. Es un cuerpo extraño, con otra sensibilidad, adormecida porque no la puede realizar entre seres anodinos, sin inquietudes. Es alguien que no acabó su proyecto de tesis, y se corresponde con su sensación de vida truncada. La vida que ha configurado con su marido no tiene relación con la que ella proyectaba. Quedó en los márgenes de las narrativas de vida consumida en su propio proyecto. En las primeras escenas, junto a sus vecinas en el parque, acompañando a sus respectivos pequeños hijos que juegan entre los columpios, ya se delata, al estar sentada sola en otro banco, apartada de ellas, que no se siente integrada, ni identificada con sus triviales preocupaciones y conversaciones. La aparición de Brad, con su hijo, será el pulsador que ponga en evidencia esa distancia. Irritada por sus irrisorias especulaciones sobre ese hombre que a todas resulta tan atractivo (fantasías que alimentan quienes viven agazapadas tras las cercas, sin manifestar lo que realmente anhelan), Sarah no solo acepta la apuesta de que conseguirá su número de teléfono, sino que propondrá a Brad que le bese delante de ellas, lo que no deja de ser un expeditivo, e insurgente, corte de mangas hacia las tres mujeres (su entorno), las cuáles reaccionaran indignadas. Esa acción insurgente será la llave de arranque de una historia clandestina, quizás de pasión, quizás de amor, quizás solo de sexo. Quizá del deseo de que algo ocurra en sus vidas, de sentir que un acontecimiento les haga sentir vivos y presentes. Desde luego, una espita para una vida insatisfactoria.
Brad se siente igual de desubicado y frustrado y carente, atorado, sin haber encauzado su vida laboral hacia ningún sitio, con sus reiterados infructuosos intentos de aprobar el examen que le proporcione el título de abogado, mientras su esposa es ya una exitosa documentalista. Incluso, se pregunta para qué aprobar, ya que qué quiere realmente, mientras mira con nostalgia a los adolescentes que vuelan con sus skateboards, el recuerdo de esa vida pretérita en la que aún no pesaba la preocupación por el presente que había que cimentar para asegurar además un futuro. El marido de Sarah es un exitoso ejecutivo, pero de inteligencia emocional nula, entusiasmado con las fotografías de una mujer exuberante a la que descubre accidentalmente en una web de internet, con la que crea una adicción, y ante la que se masturba oliendo las bragas que ha solicitado a la web. Es su luz en la farola alrededor de la cual vuela su mirada arrobada.
Sarah es una especie de Madame Bovary de los impolutos suburbios de clase media alta, sostenidos sobre las meras apariencias, de cuya trama o cuadrícula de conveniencias y avenencias no se sale nadie (y de la que pocos parecen querer salirse). Una de las tres mujeres del parque considera, en la discusión que mantienen sobre Madame Bovary, que esta es simplemente una mujer que es infiel a su marido. No considera la insatisfacción de la vida de ese matrimonio, sino solo la infracción de unas normas sociales (las otras mujeres, de mucha más edad, sí aprecian el enfoque de Sarah sobre el peso de la insuficiencia de un modo de vida: el paso, deterioro, del tiempo les ha hecho más conscientes). Sustancialmente, los tiempos no cambian, aunque pasen siglos. Su insatisfacción se hace cada vez más irrespirable, y demanda una huida. Conocer a Brad puede convertirse en el trampolín que necesitaba, ese con el que consiga reiniciar su vida en otra parte, en otro escenario, en otra dinámica de vida, lejos del entumecido rol en el que se ha enquistado su vida en esta prisión de simulaciones e inercias. Es un deseo, o proyecto de vida, que compartirá la April que interpretará Kate Winslet en Revolutionary road. Allí colisionará con la negativa de su marido, quien había expresado que compartía sus mismas ilusiones en su fase de cortejo como recurso de seducción para afianzar la relación, pero realmente no comparte sus mismas aspiraciones de vida. En el caso de Brad, es su irresolución adolescente el principal impedimento, la incapacidad de llevar a cabo las decisiones radicales, porque los miedos y las inseguridades pesan: o las inconsecuencias de quien aún no ha superado la adolescencia emocional, por lo que a Brad le vence el niño pequeño que aún le ancla a un presente embarrancado: la fascinación de Brad por los que hacen acrobacias de skateboard supondrá la distracción decisiva para que, al final, no realice la acción de ruptura con su vida insatisfactoria. La nostalgia de volar con el skateboard, como si volara sobre la realidad (o alrededor de la luz de lo posible), define cómo aún no es capaz de desenvolverse en el a ras de suelo donde se toman las decisiones que suministran cimientos a los sueños insurgentes, al acto de realización. Mira atrás, en vez de hacia adelante, y se estrella.
Hay una irrupción, o aparición, que se convierte en reflejo de las inconsecuencias de ese mundo autodenominado normal, y que por contraste pondrá en evidencia su monstruosidad, y sus carencias: Ronnie (Jackie Earle Haley), el hombre que vuelve tras haber pasado años en la cárcel condenado por pederasta (por exhibirse ante niños). Un cuerpo extraño objeto de rápido rechazo y temor pánico por los habitantes de esos suburbios. Ejemplar es la secuencia en la que se presenta en la piscina (en donde Brad y Sarah realizan sus disimulados primeros pasos de acercamiento, con la excusa de que llevan a sus hijos): los padres, al ver que Ronnie está nadando entre sus hijos, les gritan a estos para que salgan del agua, y llaman inmediatamente a los policías. Ronnie queda solo en la piscina. Como dice, sólo quería nadar un rato. Pero la inflexibilidad es irreversible. Está condenado. Incluso le hacen la vida imposible, acosando su hogar. Es raro, y además una amenaza. Nadie quiere comprenderle. Nadie es capaz de advertir su desolación por los impulsos que le dominan y que no puede controlar. Ni su madre, decidida a que encuentre pareja, por lo que le organiza una cita a ciegas, la cual resultará dolorosamente desoladora: pese a que ella ha compartido que lleva años sin citarse con ningún hombre debido a las crisis nerviosas sufridas por sus pretéritas experiencias de abuso, él se masturba a su lado en el coche.
Ronnie vive en un mundo, como se refleja, como metonimia, en el hogar de su madre, compuesto de pequeñas figuras de porcelana, en el que las fisuras deben permanecer ocultas, nunca públicas, y relojes (cuyo paso del tiempo es más bien un chirrido), con los que, precisamente, se abría la narración. Niños pequeños, pequeñas figuras de porcelana. Espacio de doblez e hipocresía, de carencias y fracturas emocionales o heridas ocultas. Ronnie, otro niño que no ha crecido, representa su implosión y desquiciamiento extremo. Un desgarrador reflejo, a su vez, que pone en evidencia, por contraste, las contradicciones de su más insistente perseguidor, Larry (Noah Emerich), ya que descarga en esa persecución supuestamente moral la culpa de haber matado a un niño en su trabajo como policía, como también las triviales frustraciones de la pareja protagonista, sobre todo la de Brad. O cómo complican una circunstancia que deberían saber resolver, porque los condicionantes se los crean ellos. ¿Es realmente su momento, o no son capaces de enfrentarse a esa evidencia y ser determinados?. Son niños grandes que no saben qué hacer con su vida, descontentos con su lugar en el mundo, y que conviven con otros sí satisfechos con el que tienen, aunque esté definido por la insustancialidad o la violencia reprimida. La violencia de las apariencias de porcelana que oculta un vacío.
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